sábado, febrero 02, 2013

Atemporal

Desde el ventanal se veía la sierra. La sierra se prolongaba creando formas que recordaban a otras cosas: animales, arquitecturas imposibles, mujeres de pechos bestiales acostada mirando el cielo. La nieve parecía reciente y las nubes eran débiles como si anunciaran la llegada a lo lejos de una futura primavera. No había ruido, nada de ruido. Podría estar solo en cien kilómetros a la redonda, nada había que hiciera sospechar de presencia humana. Si pegaba la cara al cristal, se notaba el frío externo, pero ahí dentro todo era cálido, agradable, como si un agradable fuego animara alguna chimenea. Poco más. Recorrí la habitación, un colchón en el suelo y unas sabanas desconcertantemente elegantes, unas alfombras barrocas y gruesas decoraban el suelo. Por más que intentaba recordar no acudía nada a la memoria, salvo imágenes distantes de la juventud o leves retazos de la niñez, nada que correspondiera con mi aspecto de anciano: era un octogenario y no recordaba mi vida desde los dieciséis, quizá diecisiete, en esas imágenes distorsionadas de playas o montañas o caras de chicas sonrientes. Nada descubrí, ni siquiera donde estaba. Nada sabía de cincuenta o sesenta años de mi vida. Nada sabía de todo lo que pudiera suceder más allá del ventanal, más allá de la sierra. No podía imaginar qué era sucedía, qué tiempo era ese tiempo, qué fuego era ese fuego emitiendo calor desde una chimenea que no lograba ubicar.

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