miércoles, febrero 06, 2013

Amiel

 Me solía despertar la radio de la chabola más cercana, donde vivía un tipo con siete gallinas que se pasaba el día en la puerta mirando la nada y que mostraba cierta desconfianza con mi estadía en la chabola de Amiel. Yo había viajado desde la capital durante un mes hacia la costa. A Amiel la conocí en el terminal de autobuses de Escondido. Le pregunté la hora y por un lugar para comer y ella me pidió dinero. Luego me habló de los delfines, del apareamiento de los delfines, del canto de los delfines. En realidad Amiel estaba obsesionada con los delfines. Me habló de un inglés que había ido a esa zona de costa grabando sonidos del mar y de los delfines y que el tipo le decía que los delfines tienen melodías que se ponen de moda. "Los delfines son los Beatles del mar" me dijo Amiel y no supe si la frase era suya o del inglés que conoció y le hablaba de delfines. Luego me dijo que ella vivía a hora y media de allí, en la zona de playas salvajes. Traté de averiguar que hacía en el terminal de autobuses de Escondido, pero no me contestó o contestó algo poco concreto o poco creíble. Luego me dijo que si quería me alquilaba su chabola, que estaba bien, que había poco ruido y que la gente de la zona era tranquila y que apenas había turismo. Ahí le volví a preguntar que por qué no se venía allí, a las playas y entonces me dijo que me acompañaría hasta San Pedro, que estaba cerca y que allí me acercara al mercado y buscara en los puestos de pescado a Canillo, que Canillo me llevaría en su pick up hasta las chabolas. Canillo, me dijo, era vecino y en cierta forma, el alcalde de la playa en la que vivía Amiel. A San Pedro fuimos pidiendo un empujón a conductores solitarios. Amiel sacaba la mano desde el andén, casi como si estuviera pidiendo auxilio y le preguntaba a los conductores si iban a San Pedro. Al final, un tipo rubio pero muy bronceado, con cara despistada, nos montó. El trayecto sucedía paralelo al mar. Un mar que brillaba con violencia, pero de un modo remoto. Como si el brillo que reflejaba no perteneciera a nuestra era. La vegetación parecía una bronca y la carretera estaba vacía. Tuve la sensación de estar llegando a una esquina del planeta. Me quedé casi todo el trayecto pensando en eso: en las esquinas del planeta. Pensé que el planeta tenía algunos lugares donde se acababa y que estábamos en uno de esos finales, una de las puntas de la tierra. El conductor dijo dos frases. Que tenía hambre y que esa carretera estaba llena de moscas. Cuando dijo eso cerré los ojos y sumado al ruido del motos y del viento chocando contra el auto, me pareció escuchar un manto de moscas, una capa sonora mayúscula, gigante, y que lo dominaba todo. Me dio por pensar que todo lo que pensábamos: Amiel, el conductor y yo, estaba dominado por ese zumbido infinito. Amiel, con dulzura, me pidió el adelanto del alquiler y me dio la llave y algunas explicaciones de como manejar la chabola. Amiel era flaca y castaña, parecía extranjera, pero su acento era autóctono. Cuando llegamos a San Pedro, Amiel le pidió al conductor que se detuviera en la entrada. Me dio un beso en la mejilla y sonrió amable. EL tipo arrancó y me quedé mirando atrás, viendo a Amiel en el andén levantando la mano para detener autos en la dirección contraria. El conductor me dejo cerca del mercado. Le di algo de dinero y la mano. Se despidió con una sonrisa. Dos horas después, Canillo me dejó en la puerta de la chabola de Amiel.

A las siete y media de la mañana ya hacía calor y el Sol era potente. Me había adaptado con facilidad a la playa. A esa atmósfera sigilosa de la playa. Fui conociendo a los vecinos. Eran pocos. Pasaba las horas por el camino salvaje que llevaba a la playa muerta. Una extensión de arena que parecía infinita, la vegetación llegaba hasta la arena y el mar se abría hacía algo que parecía otra forma de tiempo. No se muy bien que hice aquellos meses. Pasaba el tiempo. Me adapté a un vacío cálido. El clima variaba poco, pero aprendí a percibir las variaciones. Apenas hablaba con nadie, porque entre os vecinos, casi nadie hablaba, había un acuerdo de silencio, pero no por hostilidad, sino porque hablar parecía una imbecilidad. Me acostumbré a no escuchar voces. Me sentaba en la puerta de la chabola y cuando me daba cuenta había atardecido. Como si algún tipo de cable hubiera quedado aislado de una maraña de cables. A veces pensé que había algo de inmortalidad en toda aquella cadencia. La ausencia de prisa del que se sabe eterno o del que sabe que ya no hay tiempo para nada y decide detenerse. A veces me invadía la imagen de un tren viejo, uno de esos trenes de los cincuenta, detenido cuarenta años atrás en una vía en mitad del país, una vía en desuso. Un tren oxidado y lleno de insectos y pájaros. En verdad me sentía dentro de ese tren o uno de los pájaros que habitan ese tren detenido, quizá por avería cuarenta años antes.  A veces bajaba a la playa muerta. Pocas veces me encontraba a nadie. Un día me crucé con la anciana que tenía la chabola más cerca a la playa. Una mujer desgarbada, que miraba con profundidad. Me invitó a café. Entré en su chabola. Había dibujos en papel colgados de las paredes. Eran líneas que parecían árboles secos. Bebimos el café. El café me supo a césped, a planta, a té. La vieja me habló de un fenómeno metereológico un poco más al sur, donde permanentemente había una tormenta eléctrica. "Rayos como si estuvieran marcando los segundos de la tierra" Luego me habló de las plantas que cuidaba en su jardín. Tenía un huerto llamativo, cuidado al extremo. El aspecto del huerto parecía una instalación artística, casi una miniatura arquitectónica. De repente, por segunda vez, escuché el manto de moscas. Todas las moscas del planeta parecían estar zumbando a la vez. La vieja entonces me dijo que mi vecino estaba obsesionado conmigo. Que me vigilaba y me advirtió de él. Que estuviera pendiente: "piensa que eres policía o político". Cuando llegué a la chabola, me encontré a Amiel. Me pareció ver a alguien querido, a la única persona querida que tuviera en un planeta remoto. Esa noche hicimos el amor y creo que exageré en mis sentimientos, pero Amiel no se asustó o no me tomó demasiado en cuenta. Antes de amanecer, Amiel me despertó y caminamos por una zona que yo no conocía. Llegamos a unos acantilados y nos sentamos a ver como avanzaba el Sol. Hicimos el amor dos veces. A mi me pareció que había una conexión sonora entre nuestros gemidos y las olas reventando abajo del acantilado. Luego nos acercamos al cactus más grande que vi en mi vida. Amiel me dijo que los vecinos decían que ese cactus era nuestra estatua, una especie de lugar místico. Luego nos besamos como si fueramos novios. En realidad me parecía conocer a Amiel de antes. Volvimos a la chabola. Desayunamos contundentemente. Al terminar Amiel se depiló en el porche y yo me quedé dentro, aprovechando para ver, detrás de las ventanas, que hacía el vecino. Vi que miraba a Amiel con disimulo. Vi que trataba de mirar hacia dentro, vi que anotaba en un cuaderno de cuero. Luego vi las piernas de Amiel depiladas, tostándose al Sol. Al rato, Amiel me llamó. Me quedé de pié a su lado. Amiel sin abrir los ojos, como si lo dijera para no ser escuchada, me dijo que me tenía que ir pronto, como mucho en una hora. No varió su tono de voz. No abrió los ojos. Traté de preguntar, pero supe que sería inútil. Guardé mi ropa y los libros en mi mochila. Supe que no debía ni despedirme. Caminé durante muchos kilómetros. Horas después llegué a San Pedro. Un mes después llegué a la capital. Lentamente me fui adaptando a algo que pareció una nueva vida

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