lunes, febrero 11, 2013

La noche de Patzcuaro

   En vivo sonábamos con una contundencia que nunca logramos transmitir en los dos discos. Nunca nos gustó el resultado de las grabaciones. Grabar es un gran ejercicio de la mentira. A nosotros lo que nos gustaba era el directo. Esa magia y ese azar que ronda al directo. Esa adrenalina y ese sonido impuro y viciado. El directo es la verdad, es dónde se cocina el misterio de la música. La grabación es una falsedad, un panfleto de publicidad que se reparte en las salidas del metro, en las esquinas concurridas de la capital. Es la prisión. Nosotros teníamos una coordinación brillante en directo. Sonábamos con precisión y potencia. Eramos un grupo amplio de músicos: dos percusionistas, sección de vientos, bajista, coros, acordeón, guitarrista, teclados y Willy, el cantante. Eramos un combo solvente, bien armado. Muy profesional. Funcionábamos como un equipo de futbol. Sabiendo que cada uno debía defender una posición en el rectángulo de juego. Nuestras giras eran amplias. Muchas fechas, muchas ciudades. Habíamos comprado un autobús como los de las bandas americanas. Buenas literas, baño cómodo, ligero y con buen espacio para cargar instrumentos. Rodábamos permanentemente. Cobrábamos bien por concierto y en centro America, sobre todo México, y parte del sur, teníamos numerosos fans que nos habíamos ganado más en la carretera que en las radios. Teníamos un sueldo decente y vacaciones largas para desconectar de los kilómetros de carretera. Los días de rodaje y gira eran agotadores y extraños: nunca estás. Llegas a ciudades lejanas, en mitad de paisajes amplios, inmensos. Bebes mucho. En las giras beber es el entretenimiento, porque no te da para otra cosa. Ni siquiera se habla mucho, porque siempre estás de resaca o cansado. Hay una nostalgia laberintica: sabes que extrañarás la carretera cuando no estés en carretera, pero mientras avanzan los kilómetros tienes ganas de volver a casa y que el suelo no esté permanentemente en movimiento. Y mientras tanto te sumes en un forma nebulosa, una especie de anestesia, y en cierta forma el alcohol empuja hacía esa atmósfera atemporal. Lo mismo te da Aguascalientes que Zacatecas. Hay un momento que las ciudades son puntos de conexión de carreteras y no al revés. Empiezas a no ver la diferencia o todo te parece tan diferente que no te da tiempo a comprender el parecido y tu cabeza, en un ejercicio de fuga, homogeniza todas las ciudad para dotarlas de una especie de gravedad cero. Las ciudades, entonces, flotan, son globos.

 Solíamos viajar de noche, lo que le da a las carreteras, pasados los días, una continuidad absurda. Porque avanzas por la línea oscura de asfalto. Como si no avanzaras o avanzaras en círculo. Duermes o tratas de dormir. Escuchas ronquidos, tratas de esquivarlos mentalmente y todo se entremezcla entre ruidos pulmonares, ruidos de motor y de viento con ese principio de sueño que hay en el duermevela y todo eso se vuelve una maraña de gas. Acomodas tu cuerpo en la litera del autobús y tus compañeros, la banda al completo, te parecen remotos, cabezas que sueñan con imágenes indescifrables.

 Cuando llegamos a Patzcuaro, la carretera estaba medio inundada, una atormenta violenta, había atravesado el estado. A mi Michoacán me recordaba a mi tierra: esa humedad y esa frondosidad, ese cielo nublado, ese calor suave pero de un peso brutal, esa montaña contundente me retrotraían a mi casa, a mis paisajes. Descargamos en el local donde tocaríamos, regentado por una mujer que parecía alemana, pero que tenía acento mexicano. La prueba de sonido fue rápida y nos quedaron varias horas libres. Yo caminé con Chuito, nuestro bajista, por el mercado, comimos unos tacos de carnitas que me supieron a poco y bebimos cerveza. Paseamos hasta una islita llamada Janitzio, donde charlamos con unas fans del grupo, que decían haber convertido casi en una religión nuestro vallenato frenético. Les firmamos las camisetas que llevaban y nos preguntaron el significado de muchas de nuestras letras. Yo les hablé de los ritmos y de donde había aprendido a tocar las tumbadoras. Volvimos con ellas en el barco a Patzcuaro y las pusimos en la lista de la puerta para que entraran gratis. Muchas veces eso proporcionaba sexo veloz y agradecido. Las chicas eran hermosas y lo habíamos pasado bien con ellas. Quedamos en vernos al terminar el concierto para tomar algo.

 Aquella noche abrimos con Amor pantera, que siempre funcionaba como intro, para pasar a Locura de amor, una de nuestras canciones bandera. Luego, siempre, lanzábamos tres canciones del disco nuevo. Generalmente atacábamos con un rapidito como Caimán del sur o Tus llamadas. Cuando notábamos que el ambiente estaba caldeado y frenético hacíamos una intro misteriosa para entrar a la acida y divertida Manos y fuego no se deben juntar, que volvía un rugido feroz, casi histérico, las salas donde tocábamos. Aquella noche no fue menos. El ambiente fue frenético en el estribillo. Alargábamos el final varios minutos, mientras Willy, nuestro carismático cantante, subía a alguna muchacha a bailar al escenario. Nosotros acompañábamos  el show con un cierre obsesivo y tremendo. Una repetición de los acordes del estribillo. Ahí solía llegar mi momento: un solo percusivo acompañado por Cifuentes, el otro percusionista. Tiendo a creer que ese era el momento en que el ambiente estaba más incendiado. El momento cumbre y pasional de nuestros conciertos. Las muchachas se dejaban las gargantas gritando piropos a cualquiera de la banda. Las fans se sabían nuestros nombres. Seguramente, también, nuestros estados civiles. Nosotros nos sentíamos coordinados hasta el extremo, toda la banda movía las piernas a ritmo, sin tocar, mientras Cifuentes y yo nos dejábamos las manos en los cueros y en las baquetas. El último compás bajábamos casi a lo inaudible, tres o cuatro segundos; la sala, en el cien por cien de los conciertos, confusa, sorprendida, se dejaba llevar por ese casi silencio y ahí, de repente, sin aviso previo y con toda la fuerza que podíamos imprimirle cada uno a nuestro instrumento,  rompíamos con la legendaria entrada de Noches desesperadas. Aquella noche aquella transición percusiva y la entrada de Noches desesperadas volvió a funcionar. Desde el escenario se veía el hipnótico movimiento de cabezas bailando, entregadas a la banda, a la magia del directo.

 Fue ahí que entraron, justo ahí, mientras Willy cantaba aquello de: "Estas noches largas, estas noches tristes que no estas. Son desgarradoras, son desesperadas, ya no puedo respirar" ACoreado con frenesí por miles de gargantas. A mi me empujaron al suelo. De repente. Fue tan violento, que no hubo tiempo para comprender. Sentí el golpe de mi cuerpo contra la madera del suelo del escenario. No pensé mucho más. Sentí la confusión entre el mareo del golpe y el mareo de las cervezas. Traté de mirar, pero el cuello lo tenía agarrado con violencia por una mano fuerte. Escuché gritos. Una agitación extrema. Lo único que vi fueron los pies de Willy. Poco más. Nos sacaron de allí a empujones. Primero se escuchó un revuelo atronador de gritos, luego el silencio. Luego, ya en el exterior, donde sentí un frío ligero, húmedo que me recordó a las noches de mi infancia,  puertas de furgonetas. Los tipos iban cubiertos y armados. No dijeron nada hasta que nos tuvieron montados. Sólo hablaron a Willy.

.- Tu capataz necesita un mensajito.

 Condujeron con violencia. Estábamos atados y no podíamos sujetarnos a nada. Nuestros cuerpos se golpeaban a cada bache. Willy me dijo algo que no entendí. Todo estaba oscuro, iluminado a ráfagas por la luz de la furgoneta que venía detrás, donde presumiblemente iba el resto de la banda. Sabía que conmigo iban Willi, Dick, Cifuentes y Reinaldo y alguno más que por la agitación no supe identificar. El trayecto fue bestial. La violencia con que era manejada la furgoneta hacía que atrás nos golpeáramos unos con otros. Grité. No sé porque grité y Reinaldo me dijo algo. Entonces pensé en las muchachas que habíamos conocido Chuito y yo en Janitzio. Recordé la cara de la más bajita. En cierta manera la eché de menos o eché de menos la posibilidad de haber tomado algo con ella. Frenaron de golpe, como si la única intención del conductor no fuera conducir sino golpearnos de ese modo. Abrieron la puerta y nos bajaron a patadas. A los de la otra furgoneta los pusieron delante de nosotros. De los quince me eligieron a mi. Me rodearon y me apartaron.

.- Te tocó, maricón. Saliste premiado. Corre monte abajo, corre a Patzcuaro. Cuando llegues avisa al Cabo Prado, dile que secuestraron a todo el combo y que los vamos a asesinar. Cabo Prado comprenderá. Si alguien sabe como funciona esto es Cabo Prado. Necesitamos trascendencia de esto. Responderás a las entrevistas, describirás esto. Su mentor pasó la línea. Les tenía aprecio. Siempre hablaba de su combo con admiración. Seguramente es el tipo más fan del país, de este país adorador y adulador de Vallenateros. Por eso los protegía y los subvencionaba. Se acabó. Corre, desgraciado

 Y corrí. Corrí salvaje por el monte, tratando de alcanzar unas luces difusas abajo, las luces de la noche en Patzcuaro.

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