miércoles, enero 09, 2013

El manifiesto abierto

 No había una intención, no había una idea preconcebida. Había una batalla o una forma de guerra pacífica, amable, ligera, permanente; sin perder el vicio del placer. Se avanzaba sin buscar una conclusión. La conclusión, en si, era asumida como un error. El único motor era ese placer físico que sólo se logra alcanzar cuando no se busca la conclusión. Había en el error mucho de acierto. Lo que inicialmente parecía boceto terminaba coronándose como la parte fundamental o incluso la parte no sólo esencial, puesto que el boceto de por si tiene mucho de eso, sino que contrario a su función, el boceto se convertía en la parte que embellecía el trabajo. Aquí lo valido era siempre lo autentico, lo honesto, lo que contenía emoción y vida, pero no esa emoción vacía y efectiva, no; la emoción profunda, interna, no verbalizable. Todo lo que se buscaba debía anteponerse a las palabras. El lema era: "Si puede ser descrito no vale". Cuando se llegaba a un debate demasiado verbal se comprendía que la esencia estaba siendo fulminada, pero por otro lado el debate y el análisis siempre estaban presente. No valía ser condescendientes, pero tampoco valía la intransigencia. Todo debía ser abierto, no valía la utilización de recursos asimilados. El viaje durísimo hacia una verdadera identidad, sin anclarse en identidades cerradas, esas del pensamiento uniforme y de banderillas, la identidad como guía en la ruta, pero una guía con posibilidad de ser alterada ante la aparición de escenarios no previstos. El viaje vertiginoso de la idea, desde ese nacimiento inapreciable hacia cualquier desviación aceptable, imprevisible. Ese era el único sentido: la búsqueda total de todos lo sentidos posibles.


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