lunes, enero 14, 2013

Ciudades visibles

   La ciudad cae al píe de la montaña. Desde arriba parece sumisa, desde dentro parece el infierno. Se prolonga como culebra del Este al Oeste. Aparece brusca por el norte justo cuando la montaña suaviza su descenso. Una línea invisible parece marcar el principio de la ciudad por esa parte. Por el Sur muere en colinas de clase alta. Por el Este y el Oeste va deshaciéndose en lenta, esparciéndose con desgana y sin estética, las salidas de la ciudad por esos extremos son feas y áridas. Hay zonas que recuerdan etapas de esplendor, un esplendor que quedó atrás, en una época estética dificil de ubicar. Hay otras zonas que no parecen reales, habitadas por vendedores de artículos locos, desconcertantes, vendedores sin clientela, con mesas de plástico como tienda. No se sabe de que viven. Lo mismo venden libros viejos: Biblias, recetarios o manuales de electrodomésticos envejecidos y ya inútiles. Todo eso ocurre cerca de la vieja estación de autobuses, donde ya no llegan ni salen viajes, y donde habitan vagabundos y maleantes. Poco más allá hay museos de carácter postmoderno que ya nadie visita y que son atendidos por muchachas desganadas que ocupan esa plaza transitoriamente, esperando encontrar mejor trabajo. Por allí, en parques incrustados entre viejas autopistas que atraviesan deliradamente el centro de la ciudad, hay artistas que preparan funciones sin público, utilizan ese parque amplio e inesperadamente verde, como escenario improvisado para ensayos que no se sabe si algún momento terminarán en estreno o si habrá alguna vez público, aunque sólo sea uno. Al salir del parque la zona de agitación financiera. Tipos que comen en lugares ruidosos, hablando de cifras y proyecciones, habitan, sin saberlo, un lugar en el que no están. Cada uno de esos tipos, en el fondo, se está yendo. La ciudad es una proyección que querrán abandonar. El tráfico es denso e inexplicable. De la vieja y ex vanguardista autopista, salen desvíos mal asfaltados a zonas destartaladas: huela a comida en la calle. Todo parece habitar en una atemporalidad extraña. Las avenidas con boquetes llenos de agua de las lluvias torrenciales y explosivas recuerdan el clima generoso, pero a veces frenético. No ahorra en vegetación la ciudad, a cada paso hay árboles, árboles tremendos, casi imposibles entre asfalto y acera. En cierta manera la vegetación, abriéndose y rompiendo aceras para emerger paralela a la montaña, recuerda que el proceso de abandono ya está muy avanzado. Las raíces revientan el asfalto: la selva siempre vence. La ciudad desaparecerá, dentro de cientos de años y quedará enterrada entre una vegetación majestuosa, sólo algunos sabrán o sospecharán como mucho, que allí hubo una capital.

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