miércoles, diciembre 08, 2010

Otra época

Era inevitable que aquella época se acabase sin grandes aspavientos. Fueron unos años apagados, años que se sumaban a los otros años, en los que no pasó nada reseñable, ningún fuego artificial. Entre semana bajábamos al puerto, bebíamos algo en los bares viejos y charlábamos con cierta pereza de asuntos prescindibles. Conocí a una chica que trabajaba de peluquera y que hacía el amor como si levitara y algunos otros individuos que he ido olvidando. También conocí a algunos tipos peculiares y a Cox, un irlandés que hablaba de fútbol de un modo extraño y que decía que los goles de falta, de tiro libre, eran el cáncer del fútbol y que contrario a lo que la gente cree, ese tipo de goles eran lo contrario al buen fútbol. Cox arrastraba la lengua por el idioma ajeno con torpeza y su acento era agradable. Creo que Cox es lo mejor de aquellos años. Una noche se nos pasó la mano con el alcohol y terminamos yendo más allá de los astilleros, una zona llena de espacios abandonados y oxidados, allí se pasaba speed y cocaína, pero Cox me llevó para enseñarme una especie de nave abandonada donde había mujeres y un ambiente adictívamente sórdido. Esa noche conocimos al Gordo Andujar, un tipo que trabajaba de eléctrico en rodajes de cine y publicidad, adicto al opio y extraño. El gordo Andujar nos habló de no se que actriz que le tenía amargado, que se había acostado con ella en un rodaje y que la tipa quería llevarle a vivir al extranjero. El gordo Andujar habló durante horas y al final nos leyó un cuento que había escrito. El cuento era extraño, triste, desolado. No había esperanza en ni una sola palabra. Escuchamos aquella lectura sobrecogidos. Cox y yo no hablamos, casi ni respiramos. En un momento, en mitad del cuento, yo sentí una punzada en el pecho, un dolor insoportable, una forma muy novedosa de nostalgia, como si quisiera a la vez agradecer la vida y querer morir, como si todo lo que conocía se desvaneciera en una forma absolutamente distinta. Cox, lo vi unos segundos, lloró. El gordo Andujar terminó la lectura y se puso en píe. Yo argumenté que me tenía que ir y Cox aprovecho mi excusa para sumarse a la huida. Caminamos todo el puerto sin hablar, amanecía. Se imponía esa luz casi morada e irreal del amanecer, se escuchaban los primeros ruidos de los astilleros. Nos despedimos en la cuesta. Cox estaba apagado, yo no era menos. Llegué a casa. no pude dormir. Luego aguantamos esa rutina un tiempo, pero casi paralelamente Cox y yo dejamos los trabajos y esa ciudad. A veces, muy esporádicamente, recuerdo al gordo Andujar, otras a la peluquera, pero generalmente no recuerdo nada de aquella época.

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