domingo, marzo 22, 2009

En el tren

La había conocido en el tren de ida. Ella iba leyendo un libro que en algún momento dejó y se puso a mirar por la ventana. En uno de esos actos que uno supone jugadas del inconsciente, se me cayó el mío al suelo, justo a sus pies, y ella me lo pasó. Entonces me hizo un comentario con acento portugués sobre el autor. Así comenzamos una charla interesante y extensa sobre varios libros que ambos habíamos leído. Cuando nos dimos cuenta el tren entraba en la estación y se iba frenando. Yo miré el reloj y acepté mi falta de previsión, era tarde y no sabía donde podría dormir, le pregunté a ella por algún hostal limpio y céntrico y en una hoja de un cuaderno que llevaba en su mochila me anotó la dirección de uno en la Rua da Fabrica, agregando el comentario mientras lo escribía que la dueña fue muy amiga de su madre. Le agradecí el dato mientras el tren se detenía por completo. Al bajar al anden caminamos juntos hasta la salida de la estación. Me preguntó cuántos días me quedaba en la ciudad y que si venía por trabajo o por turismo, no quise contar en motivo real, el casi invisible motivo real y contesté que era turismo, aunque mucho tuviera de fuga. En la sala de espera ella me hizo un gesto orgulloso y agradable para que mi atención se dirigiera a las paredes y poder apreciar los azulejos. Sonreí y me detuve a observarlos con atención. Luego comentó cosas sobre esos frescos y terminó la narración contando una historia sobre su madre y su padre y como una vez se encontraron ahí, sin ser novios aún y como aquel encuentro fue el comienzo del noviazgo, sonriente concluyó que de alguna manera le debía mucho a esa estación. Al salir noté la humedad, no hacía mucho frío, pero me puse la chaqueta. Nos detuvimos para despedirnos y ella me dijo que si quería tomar algo. Nos dirigimos hacia la izquierda, nos metimos por el barrio que hay debajo del puente Luis I. bajamos una calle empinadísima, un perro que estaba acostado a la luz de la farola se puso en pie perezoso y comenzó a caminar en dirección opuesta, como si fuéramos gente poco deseada. Ella me preguntó si tenía hambre:

.- Nadie lo sabe, pero esta ciudad tiene el mejor restaurante chino del mundo. No es lo que debería ofrecer a un turista, pero al menos podrás decir que has estado en el mejor restaurante chino del mundo.

Acepté, por peculiar, la invitación y ella giró a mano derecha. Entramos en un chino que hasta el momento parecía igual que cualquier restaurante chino de cualquier ciudad occidental del mundo. No lo dije durante la cena, pero el chino era exactamente igual que los otros chinos en los que había estado en mi vida, ni mejor ni peor. Exactamente igual. Nos atendían dos camareros entre otras cosas porque no había nadie mas en el mejor chino del mundo. Siempre me pesa esa sensación de estar solo en un restaurante. De no ver mas clientes. Siempre me da por pensar que todos, cada uno de los empleados están atentos a los únicos comensales. Me da por pensar que desde la cocina te miran, que están pendientes de tus reacciones, escondidos, como espías del paladar. AL terminar salimos a la calle que estaba realmente oscura y vacía. Yo trataba de diluir mis sensaciones de atracción hacia ella, al fin y al cabo el motivo de mi viaje tenía mucho de fuga y eso era lo menos conveniente para mi plan de escape, al llegar a la esquina comprendí que algo debía hacer, o proponer un plan o despedirme. ella me dijo que quería dejar la mochila, que si quería la acompañaba y luego me acompañaba hasta el hostal, acepté. Descendimos la calle, abajo se veía el río rebotando las luces de Oporto, un barco incomprensible atravesaba el barco en dirección a la desembocadura. Miré los edificios a los lados, comprobé el deterioro brutal de algunas casas, varios edificios abandonados. Me sorprendió ver el inmenso metal del puente sobre nosotros. Como un animal mitológico alargándose hacia la ciudad. Me quedé quieto sin darme cuenta que me quedaba quieto, ella me miro. A mi me sorprendía ver un montón de edificios debajo del puente, viviendo bajo esta fuerza descomunal, gobernados por el hierro. Ella vivía en uno de esos. Abrió el portal, encendió una luz que iluminó escasamente la escalera y subimos dos pisos a pie. Ella abrió la puerta de su casa. Noté el olor, ese olor único y propio de cada casa. Muebles antiguos. Sospeché que era la casa de su madre. De repente un ruido duro, tremendo sonó por encima de mi cabeza. La miré y me contestó sin yo preguntar que era el paso del metro por encima del puente. Ella apoyó la mochila en el suelo y miré su cuerpo entero, el pelo, ella se giró y me sentí casi descubierto, se acercó y me besó. Unos trece o catorce minutos después paso otro tren, estábamos en un sofá incómodo, agazapados, revolviéndonos con cierta ansiedad. Esa noche me quedé ahí. Un poco mas tardé me levanté del sofá, ella estaba dormida, desde una ventana veía el río abajo y sentí algo que no soy capaz de comprender, unas ganas enormes de bajar hasta el río y buscar algo, pero algo que no sabía, ni aún se, que era. Quería bajar a la orilla y recorrer paralelo al río buscando algo, quizá mi propia identidad, quizá otra forma de fuga, quizá mi destino que estaba perdido o que seguía las formas imprecisas de la corriente avanzando hacia la desembocadura. Me quedé un rato mirando a oscuras desde esa ventana, veía la ciudad desconocida, la forma que tenía, desde ahí, esa ciudad desconocida. Ella estaba acurrucada en el sofá y su respiración era fuerte. La miré un buen rato, descubriendo algunas breves zonas de su cuerpo que aun no había retenido. Por el costado izquierdo que era el que tenía hacía arriba, le daba la luz de la farola que venía de la calle. Sentí otra vez un golpe de excitación, me quedé mirándola un poco mas y giré de nuevo la vista, la ciudad callada, irreconocible. Miré el reloj y deduje que el metro no pasaba después de la una de la madrugada. Ella se giró y me miró, habló tan cerrádamente en portugués que no entendí nada de lo que dijo. Me acerqué hasta el sofa, sintiéndome ridículo en ese acto de confianza, como si de repente dormir juntos fuese un asunto lejano a nosotros dos que de milagro sabíamos nuestros nombres. Me senté al lado de sus pies, ella se giró de nuevo, esta vez no era una pausa en medio de un sueño, esta vez estaba casi despierta. Sonrió, o yo creí verla sonreír porque no había suficiente luz para distinguir su cara, incluso esa casi oscuridad difuminaba sus rasgos y me devolvía una cara imprecisa, pero igualmente agradable, atractiva. Acaricié uno de sus pies como una forma de cariño. Ella se sentó a mi lado y dijo una frase que no comprendí, que decía algo sobre los trenes, o como los trenes eran la forma exacta de su vida, o como todo era un tren o como la vida y el tren se asemejan o que su vida estaba marcada por trenes, estaciones, puentes por donde pasan y pasaron trenes. A la mañana siguiente me despertó con la misma amabilidad de la noche anterior. Me dijo que tenía que salir, me vestí rápido, sin usar el baño, bajamos la escalera, salimos a la calle, hacía un día alucinantemente gris. Subimos la calle hacia arriba, pasamos al lado de una comisaría y ella justo ahí, hizo un gesto, dos tipos salieron corriendo hacia mi, me lanzaron al suelo. A partir de ahí no recuerdo gran cosa, una enorme confusión de acentos y preguntas, un viaje del que no tuve paisajes al otro lado. Comisarías donde ya comprendía el acento. Días que se van sumando, unos a otros, como un mismo día, días-minutos, minutos eternos, segundos que van por la vía, la vía, la vida, el tren que pasa. Una estación donde jamás se llega.

No hay comentarios.:

Mi lista de blogs

Afuera