lunes, febrero 09, 2009

Un violeta muy preciso en el atardecer de verano

He dejado las luces apagadas. Me he lanzado al suelo con la idea de sentir algo que no se si voy a ser capaz de llegar a hacerlo. He cerrado los ojos y me he puesto a pensar en una casa en el campo a la que nos llevaban de pequeños a mi hermano y a mi. Una vez me fui solo caminando lejos y sentí algo que es lo que me encantaría sentir ahora. Caminé por un camino de tierra que nunca supe donde iba a dar. Caminé mucho, muchísimo. No había nada, era verano y todo estaba seco, era media tarde y sentí miedo porque de repente me dio la sensación de que no había nadie en el planeta. Había una piedra al lado del camino y me senté mucho rato o lo que recordamos como mucho rato cuando evocamos algo de cuando éramos pequeños. No se movía nada, no había el mas mínimo viento. Jugué con unas piedras a no se que. Seguramente a nada, simplemente a moverlas. Entonces apareció un hombre con una barba gigante, con una ropa absolutamente rota y mirando hacia arriba, me miró, se acercó y yo sentí un miedo terrible. No me dijo nada durante un rato. Luego empezó a decir frases incomprensibles y que ahora me gustaría recordar para tratar de entender el significado que un niño no entiende y que quizá un adulto si. Aquel hombre era extraño, lo creí siendo niño y lo creo ahora que lo recuerdo. De repente me habló de un caballo, un caballo que acaba de ver que se llamaba lluvia y que era precioso y que era un caballo que no parecía un caballo y que tenía la belleza de las cosas que son una y parecen otra o no parecen nada. Que son eso, irrepetibles. Hablaba despacio, como si me estuviera contando un cuento. la luz era cada vez mas oscura, pero el atardecer es tan lento en verano, que la luz cambiaba levemente, despacio y yo sentía esa lentitud. No había nadie cerca y sentí miedo y le dije que me tenía que ir y el hombre me dijo que esperara un poco mas, que me aseguraba que no iba a hacerme nada y esperé. Me dijo que mirara al cielo y dijera que color de los que había en ese atardecer me gustaba mas. Yo contesté que el violeta, ese violeta extraño que se forma en puntos muy precisos en los largos atardeceres de verano. Señalé ese violeta en un punto preciso del cielo, con el dedo y el hombre empezó a correr, se fue por el camino perdiéndose, agitaba la cabeza al correr y se perdió a lo lejos entre la media luz y la sequedad. Corría rápido como si hubiera nombrado algo innombrable. Me quedé viéndole todo el recorrido hasta que le perdí. Me puse de pie, miré la piedra que me parecía un gato con esa media luz, un gato de piedra, un gato con la cabeza gigante y algo deformada, pero gato al fin. Miré al cielo por última vez y el violeta que había señalado ya no estaba. Salí corriendo hacia la casa. Sin mirar atrás, se hacía de noche y me iban a regañar. Corrí sin mirar el cielo, sin mirar atrás, mirando el suelo. Llegué a la puerta, la abrí despacio. El perro estaba en la misma postura que cuando había salido. Crucé el jardín anárquico que nadie cuidaba. Entre en la casa y vi a mi abuela sentada viendo la televisión, me miró y me dijo que si quería cenar. Contesté que si. Cené y me fui a la habitación donde dormía con mi hermano. La ventana daba hacía el camino que yo había recorrido. Miré toda la noche. Creí ver o quizá fantaseé con una luz lejana, lejanísima e imaginé al hombre de la barba gigante al lado de esa luz, pasando la noche. Mi hermano no me hablaba porque yo le había dicho algo a mis abuelos. Hubiera deseado que me hablara, contarle lo del hombre de la barba. Se quedó dormido y yo me asomé a la ventana. La luz lejana estaba allí. Me puse las deportivas y caminé despacio por la casa, mi idea era salir por el camino otra vez. Por alguna extraña razón me había abandonado cualquier sensación de miedo. Abrí la puerta, cruce el jardín y vi a mi abuelo en la puerta que daba al camino, hablando con el hombre de la barba, los dos solos en medio de ese vacío del campo, en medio de la noche, hablaban y tenían un libro entre las manos. Les miré. Me quedé sin saber que hacer. Mi abuelo me miró y no dijo nada. Me miró con una intensidad insostenible, terrible que interpreté en seguida. Deshice el camino andado y me volví a la cama. Miré por la ventana y la luz ya no estaba, la luz lejana había desaparecido. Me acosté. A la mañana siguiente nadie dijo nada, ni mi abuelo ni yo. Nunca nadie dijo nada. Aún hoy, todavía hoy, aquí tirado en el suelo, con la casa a oscuras sigo creyendo que aquel hombre era mi padre.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Me has hecho tragar un nudo inmenso en mi garganta con esa última oración. Somos grandes y ahora queremos entender tantas cosas.

Un abrazo inmenso, lento, violeta, inacabable.


C.L.

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