lunes, enero 31, 2011

Vaho

Mientras ella hablaba salía vaho. Nos daba la luz de una de las farolas y se escuchaba el paso de coches y camiones. El vaho me resultó terriblemente atractivo y triste, como si su discurso se desmoronara y no tuviera sentido y todo fuese frío y algo de niebla y el ruido de coches pasando por esa avenida fuese el ruido de algo que ella decía por debajo del vaho. El vaho se volvía naranja porque las farolas tenían ese color tan apagado y un poco más arriba se hacía gris, ausente de color. El vaho, como sus palabras, iba muriendo. Yo no hablé mucho porque me daba la sensación de que no había suficiente vaho en el mundo y porque me resultaba enormemente excitante tanto frío y tanto desasosiego con vaho saliendo de su boca. Después de mucho vaho, se quedó callada y nos quedamos mirando cosas distintas. Pensé en hablar, pero no se me ocurría nada concluyente. Me venían frases del tipo: "¿Has contado cuantos Chevrolet han pasado?" o "Casi todos los camiones tienen la lona azul" pero no me parecían, ninguna, un buen inicio de conversación. Sentí, entonces, el frío pegado a la tela del pantalón, esa sensación terrible que vuelve al pantalón tu primer enemigo. Se queda tieso y deja de adaptarse a tu piel y se siente el frío ahí mismo, en las piernas y entonces es como que ya no hay fronteras. Se me puso la piel de gallina y empecé a pensar que al día siguiente iba a estar con catarro y le dije que porque no nos volvíamos a casa. El camino a casa era bordeando la carretera, por un camino estrecho de tierra. Los coches pasando desubicaban porque pasaban como un fogonazo y al otro lado se extendía la oscuridad de esa explanada gigante donde sólo había arbustos y parecía que el ruido de los coches pasando te empujaba a la nada. A mitad de camino ella me miró y me dijo, casi llorando, que mi mirada le daba mucha nostalgia y le contesté que no sabía a que se refería:

.- Eres como una canción de un vinilo, que se oye lejos. Estás muy lejos de todo

.- No te entiendo- le dije

.- No hay nada que entender.

Seguimos andando y antes de llegar a terreno sólido me tropecé con un montículo, ella rió sin ganas:

.- Lo sabes- dije- Sabes que me gustas, pero no se que coño pretendes.

No lo dije en buen tono, pero tampoco sabía muy bien que le estaba recriminando. Ella me miró y siguió andando. Al llegar a la esquina de su calle, me cogió la mano y me dijo que me dedicara a algo artístico a escribir poemas o cuentos o pintar, pero que hiciera algo para sacar ese llanto perpetuo. Se giró y desapareció. Me quedé un rato en la esquina soltando vaho, como si fumara. No la volvía a ver.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Cada vez mejores, Le Prince.


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