viernes, abril 11, 2008

El chico de la moto

Cogió su motocicleta, como tantas otras veces, como tantas mañanas de su vida. La puso en marcha, ese proceso del que se sentía dueño, empujar el pedal, mover el embrague y lanzarse calle abajo. Era una mañana de viento y sintió ese choque de fuerzas, esa lucha de velocidades, ese encuentro de la física. Llegó hasta el cruce donde su vida elige opciones, de frente hacía el trabajo, a la derecha a casa de Laura y los dias de cenas y copas, a la izquierda la salida de la ciudad, el camino menos usual y sin embargo el mas lejano, el que cambia el dia a dia. Se detuvo en el semaforo y pensó que solo un giro, esa decision en ese giro marca tanto las cosas, decide tanto que casi sintió vertigo cuando veía que el verde del semaforo estaba apunto de llegar, como una apertura a una decisión diaria y única, irrepetible. Notó la vibración del motor y sintió esa extraña soledad que siempre se siente en ese cruce, esa sensación de absurdo de estar en un semaforo sin que pase nadie, de estar obedeciendo las normas cuando no hay necesidad de cumplirlas, por que esas normas son necesarias si estan los otros, si hay posibilidad de peligro, pero en ese semaforo por donde nunca pasa nadie, la norma, la ley parece carente de sentido. El semaforo se puso en verde y sin saber porque, giró a la izquierda. Lo normal, lo que correspondía era ir de frente, era dia de semana, había sobres esperando, había trabajo, seguramente mucho ajetreo, mucha responsabilidad, pero giró y se lanzó carretera abajo, sin pensar o pensando que mejor romper así, sin anestesia. LA carretera se abría entera para él, sintió el viento en la manos, sintió el sol que iba ascendiendo melódico, sintió una inexplicable sensación de ligereza. La carretera a esa hora estaba casi vacia y solamente se cruzaba con camiones que venian de las fabricas dirección a la capital. Supo que no había destino en su huida, lo sabía, no había una dirección. El final era lo de menos. Aceleró, sintió el encuentro, de nuevo, de las fuerzas. Viento y velocidad, el extraño y alucinante movimiento de traslación. De repente, y casi no lo creía, vió las ruedas despegandose del suelo, pero no violentamente sino con continuidad, con la misma delicadeza con la que se van despegando del suelo las ruedas de un avión. Con esa esa sutileza que requiere despegarse del suelo, las ruedas se fueron levantando mientras giraban y de repente su moto, esa moto que tanto tiempo le ha conducido por el pueblo, esa moto fenomenal, fiel y dura. Uan moto, que si, que le faltaba un punto de velocidad, un poco mas de empuje, pero que en general era resistente, ni una avería en siete años, y aún conseravaba una linea no pasada de moda. Esa moto de repente sobrevolaba la meseta, cada vez mas alto, cada vez mas alejada del suelo, cada vez mas libre, si es que las motos pueden saborear la libertad. Al princpio sintió vertigo, demasiados metros hasta el suelo, pero se fue acomodando a la nueva situación. El paisaje se abría, la meseta se extendía como una mancha inabarcable, a lo lejos la sierra que desde el suelo a penas se ve, la linea del rio, los meandros que ahora se comprendían, el agua abriendose paso en la tierra. Mas allá los pueblos cercanos, montones de casa apelotonadas sobre algo que es invisible, esos pueblos donde los fines de semana van a tomarse algo o a jugar el campeonato provincial de futbol. La moto cada vez mas alto, el suelo, evidentemente, cada vez mas lejos. De repente una ciudad que desconoce, la sierra. Mas allá de la sierra la variación del paisaje, mas verde, mas frondoso, mas accidentado, menos plano. La moto que sube y el que siente las ganas enormes de lanzarse a hacer piruetas, se sujeta de una mano a la moto y suelta el resto del cuerpo. Se mueve como ha visto que se mueven algunos paracaidistas malabaristas, giros, movimientos, todo manteniendo una mano agarrada a la moto. Sigue desplazandose, entre nubes, la moto sube y sube, y el sabe ya, para siempre, que ese viaje será irrepetible, único, inigualable, posiblemente interminable.

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