jueves, diciembre 17, 2009

La isla remota

Vivía en la periferia de una pequeña ciudad. Una ciudad al pie de unas montañas desgastadas y algo tristes. Una ciudad básicamente fea. Su vida sin parecerse exactamente a la ciudad, tenía mucho que ver con ella. Su vida era periférica, desgastada y algo triste. No siendo triste la palabra exacta, pero si periférica. Su entorno era reducido, pero no tanto porque el fuera imbécil sino porque en ese individuo había algo que le venía dado, que ni siquiera era una elección vital, siendo una forma parecida al egoísmo, tenía que ver su forma de vida más con el aislamiento, pero no un aislamiento del mundo hacia él, sino de él hacia todo, incluso hacia al mar. Es como si los continentes le parecieran lugares remotos y a los que no es que no tuviera intención de ir, sino le parecían no existir. Era una isla, pero una isla de forma indefinida, era lejano pero necesitaba hablar, era solitario pero dependía de los otros. En general esperaba que los otros vinieran a su isla y no comprendía además que no lo hicieran más a menudo. Era torpe, sobre todo era torpe, pero no era mal tipo. Bien mirado era una isla sin mar, como si de alguna manera esa isla flotara en medio de un aire raro, un aire de humo de cigarrilo. La isla estaba estática en ese humo, en ese espacio que ni siquiera el comprendía del todo. Una isla casi sin vegetación. En su isla no había un tiempo preciso, realmente la isla vivía en un no tiempo, un tiempo pasado pero de dificil ubicación. La medida del tiempo es extraña en esa isla. Un acordeón. La isla estaba lejana, en otra época, pero una época que en el fondo tampoco había existido. Era hoy pero ayer siendo todo hace veinte o treinta años. El tiempo no es exacto y cada uno lo adapta a su forma de vida y la isla tenía una medida absolutamente amorfa de tiempo. Así vivía, periférico a los demás, al tiempo, a todo. Así vivía. No confundir con un mal tipo, su problema era que en realidad todo estaba inmensamente lejos, desde donde el estaba sólo se veía humo y eso le obligaba a estar constantemente quieto, apoyado en un acantilado de la isla, donde no pasaba nada, ni siquiera una forma precisa de tiempo.

Con sentimientos periféricos, a él.

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