lunes, diciembre 28, 2009

La historia cruel de Comeperro

El mote puede decirlo todo o puede decirnos nada. La historia de un mote es tan confusa como la historia misma, como la humanidad, como las palabras. Hay motes que nos dicen todo del que viene, del que saluda. Hay motes que no desvelan nada porque están basados en irrealidades o ficciones, en ironías o en juegos maquiavélicos. Hay motes memorables como memorable es la anécdota, hay motes que esconden o no desvelan. En el barrio estaba Auyama y el Gago. Dos ejemplos opuestos de lo que es un mote, en Auyama la anécdota era surreal; cosa, por otro lado, que de algún modo le define. En el Gago el mote dejaba ver un defecto en el habla. En ambos, bien mirado, el mote define algo más que la anécdota o el defecto. El Gago era gangoso, si, pero además era el paradigma de la mentira y la exageración, otra forma de defecto en el habla. En Auyama la anécdota que daba pie a su mote no había más que un surrealismo incomprensible, pero mirado con perspectiva, Auyama era el narrador de las cosas que parecían no existir o moverse en un terreno irreal de la realidad, un surrealista en potencia; pero en ambos casos no deja de haber cierta inocencia, el ingenio y la gracia del asfalto y el cemento del callejón. Pero en Comeperro no. Que le llamaran Comeperro condicionaba su imagen. Su aparición por el fondo, por donde te dejaba el bus 5, te congelaba y volvía el callejón un pequeño infierno venido a menos. El comeperro apenas saludaba de paso y jamás hablaba con nosotros, tampoco sabíamos muy bien con quien hablaba. Pasaba de largo y desaparecía. Se decía de todo de Comeperro, desde que había estado en la cárcel hasta que pertenecía a una secta de poetas malditos. A mi nada me conmovía más como la idea que contenía su mote, la imagen brutal que había en ver venir desde el fondo del callejón a comeperro y la hipotética escena que sospechaba real. Comeperro hablaba grave, era flaco y tenía una dentadura prominente. Las características precisas, a mi modo de entender, que tendría que tener un hombre para comerse un perro.

Yo no se si ficciona ahora la memoria, pero incluso recuerdo ver alejarse a los perros al paso de Comeperro. Ese andar pausado y mastondóntico que llevaba al caminar, como si cada pisada de ese hombre pesara y moviera levemente la tierra, agitaba a los perros del barrio. Recuerdo o creo recordar a Sami, el perro de Lupe, y a Lope, el perro de la cauchera, salir disparados cuando aparecía Comeperro por el fondo del callejón. Salían disparados hacía el patio de la bodega, donde parecían resguardarse. Más huelen los animales esos peligros que ese grupo de pseudo futbolistas que éramos en aquella época, sentados en el cemento desigual del callejón hablando de la última goleada recibida en el campeonato del edificio de enfrente. Disimulando la continuidad de la conversación al paso de ese individuo que sospechábamos insaciable en su maldad y en su violencia. A ese tipo del que nadie sabía la procedencia ni de él, ni de ese mote terrible que le acompañaba como una luz oscura y cegadora a cada aparición que hacía por el callejón del barrio, ese camino que sólo él volvía en un lugar temporalmente terrible.

Vivía en las casas de abajo, donde el cerro casi se juntaba con la autopista o allí vivía su madre porque Comeperro pasaba muy vez en cuando por allí. Momentos puntuales. De resto desaparecía por temporadas con una bolsa de plástico y un walkman que siempre llevaba enganchado a sus orejas. Y así existía Comeperro y la leyenda de Comeperro que crecía entre los integrantes del equipo de futbol, algunas vecinas y los perros cobardes del barrio. Para mi más que temor, que también había mucho, el mote de Comeperro venía acompañado de impresión y respeto, de horror y cierta mística. Y tanto crecieron en mi esas emociones y esa especie de atracción que terminé por perseguir a Comeperro. Decidí seguirle y espiarle. Comprender sus ausencias y ese halo de violencia y horror. Seguí a Comeperro y comprendí a Comeperro y lo que fue mas satisfactorio para mi investigación, conocí la anécdota, la historia que escondía el mote terrible de Comeperro.

Estuve pendiente esos días, le habíamos visto pasar de vuelta, volviendo de una de sus ausencias a principio de semana y desde entonces estuve pendiente. Desde el callejón de la licorería podía controlar la puerta de su casa. Pasé horas pendiente de esa construcción decadente y mínima donde no sucedía nada. No había ruido en casa de Comeperro, pero parecía no haber nadie. Tanto era así que llegué a dudar de si había salido de noche, cuando yo no vigilaba y la casa ya estaba vacía; pero no, Comeperro apareció una buena mañana por la puerta, con el gesto inmóvil que caracterizaba su cara, con la mirada dura y el caminar de dinosaurio. En otra vida o en otra época Comeperro podría haber sido jugador de baloncesto. Pasó a mi lado con su bolsa de plástico y el walkman enganchado a sus orejas. Los perros, creo recordar, habían abandonado la calle y sólo el Sol y el hombre temible atravesaban el callejón que salía a la parada del bus. Seguí sus pasos con la sensaciòn de estar cometiendo una locura y durante minutos mi instinto de supervivencia y mi curiosidad se enfrentaron en un debate terrible sobre lo oportuno o no de seguir a Comeperro, pero la curiosidad mató al gato, aunque aquí la frase acentúe el temor.

Comeperro caminó mucho rato y yo le seguí. Salimos del barrio, alcanzamos la avenida. Subimos la avenida, alcanzamos la autopista, por la autopista caminamos, siempre a una distancia considerable, por el arcén. El Sol era brutal aquel mediodía y yo aparte del temor y de la constante sensación de peligro, noté mucha sed. Comeperro avanzó kilómetros por el arcén, obviando esos cadaveres de perro que yacen en las carreteras, como si fueran vestigios de sus fechorías. Se desvío a la izquierda, por una carretera pequeña, estrecha y que atravesaba un paraje árido. Dudé entonces de mis intenciones y casi me convencí para darme la vuelta y olvidarlo todo, también a Comeperro, pero Comeperro se detuvo de repente. De la bolsa sacó un trozo de pan con algo que no logré identificar, lo masticó con pausa, deleitándose en lo que para él era un manjar. Sentí una nausea, convencido que Comeperro estaba ejerciendo la actividad que le otorgaba su mote. Sentí un pinchazo agudo en el estómago y la sensación de hambre y sed se diluyeron bajo el sol canino y brutal del principio de la tarde. Comeperro se puso en píe, encendió un cigarro y siguió caminando. No se cuántas horas tardamos en llegar a aquel pueblo lejano, pero atardecía lentamente y el calor había disminuido. No se en que momento llegamos a esa plaza y Comeperro se detuvo y saco de la bolsa unas marionetas y dibujó con tizas un escenario en el suelo. No se como no me reconoció cuando me puse justo enfrente de él, junto a otros chicos que como yo se fascinaron frente a las habilidades y las diferentes voces de Comeperro, no se como Comeperro no se percató de mis lágrimas cuando la historia que narraba con sus marionetas, musicalizada con su Walkman enchufado a un altavoz mínimo, llegaba a su fin y comprendías que Comeperro era la historia de una marioneta en la guerra, en cualquier guerra, que atravesaba la inmensa estepa nevada en Rusia, sin fuerzas, débil, hambrienta, moribunda y famélica y que por una necesidad superior asaba la carne de un perro en unas llamas agónicas en medio de la nieve y la noche y sólo al final, sólo cuando el Walkman de Comeperro dejaba sonar, con exceso de agudos, la melodía final y el héroe marioneta sobrevivía a la guerra y al dolor, comprendías que la violencia y la lucha y el horror eran el fracaso del hombre, el fracaso total de lo humano. Me levanté y miré a Comeperro y sin que el entendiera nada le abracé y salí corriendo a casa y durante horas caminé por la noche y la carretera. Y no dije nada, no cambié la historia, pero todos me respetaban más desde que Comeperro volvía a casa y me saludaba y me daba la mano a su paso.

No hay comentarios.:

Mi lista de blogs

Afuera