jueves, octubre 09, 2008

Una historia no necesariamente triste

En el último momento dijo algo que nadie entendió, cerró los ojos y se murió. Así y de ese modo pasó a formar parte del extenso mundo de lo muertos. Visto de ese modo, y eso lo pensó su hermano mayor mientras le veía en sus primeros segundos en ese otro lado, el mundo de los muertos, la cantidad de ellos es mucho mas amplia que la de los que están vivos. "Hay mas muertos ya, que vivos deambulan por este planetilla" se dijo y vió a su hermano menor al que curiosamente recordaba haber visto casi nacer, al que recordaba haber visto en esos primeros minutos de vida, cuando su padre eufórico salió y dijo casi gritando:" ya está aquí Abel" y les hizo pasar donde estaba su madre con Abel entre los brazos y a él, eso lo recordaba ahora mientras le veía palido y tieso, le sorprendió el tamaño minusculo de sus manos y los ojos tan cerrados, como si se los hubieran pegado con cola de carpintero. Ahora le veía y recordaba a aquel recien nacido mientras estaba recien muerto. Aquellas manos minusculas y estas arrugadas y envejecidas, maltratadas después de esa muerte agónica y tremenda, las mismas manos y el tiempo por medio. Le miraba y casi sentía alivio, no por otra cosa sino porque la muerte suponía en el caso de Abel un gran alivio, el fin del dolor. Sus hijos miraban al padre entristecidos, pero si se percibía ese alivio final que dejan los que agonizan. Esa muerte esperada como la salida de un lugar claustrofóbico y frio. Y él miraba a su hermano menor, al bueno de Abel y le daba por recordar, ahora sin nostalgias los acontecimientos de una vida relativamente feliz y placentera. LA muerte del otro da para jugar con la balanza, las virtudes y defectos de Abel. El buen humor y su contagiosa risa, su soberbia en otros momentos, su torpeza laboral, su capacidad social, su facilidad para el cariño, su incapacidad para empatizar con determinadas experiencias, su bun oido, su buen gusto para la literatura y la música su exagerada manía de gobernar en determinadas situaciones, su buena conversación. Abel era eso que se comprendía entre las manos diminutas y esas rigidas y frias de la muerte. El pequeño Abel, ese anciano que acababa de fallecer. Sintió la certeza, como un luz que de repente ilumina tu propia vida y supo que de algún modo ahí comenzaba el princpio de su propio fin. Lo aceptó sin dramas, sin tragedias mientras unas enfermeras tapaban el cuerpo de Abel y se lo llevaban. No había dolor, había la aceptación de que el tiempo pasa y que el suyo de algún modo estaba marcando los minutos finales del partido, que es rloj había entrado en el tiempo de descuento. Miró al cielo y pensó que ni siquiera así, ni por eso creería en un dios, si algo comprendío o aceptó mas que nunca es que después de esto nada, que Abel era, inevitablemente, unicamente, un recuerdo de los vivos.

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