lunes, octubre 05, 2009

Mas memoria

Otra vez aquí. Otra vez la memoria con sus juegos, con su encuentros fortuitos. Otra vez ese golpe. El olor del recuerdo. Creo que había olvidado su presencia en mi vida. Si duró algo no debió de durar mas de un par de encuentros. Ahora, según voy recordando para escribir esto, aparecen imágenes enterradas. Su nombre revienta en mi cabeza y aparecen escenas sueltas. La memoria juega sola. Hace sus propias conexiones y emite las imágenes que le da la gana. La memoria es un canal con un control absoluto de una censura que tiene criterios difusos, inexplicables. Viene esa imagen potente. No seré pornográfico. Tiendo a pensar que es algo absurdo narrar sexo en un texto, sólo lo disfruta el que lo escribe y prefiero guardarme ese material para cuando escasee la imaginación para uso personal. Es curioso, pero hasta la imaginación para una buena paja no es regalada. No todas las pajas son iguales y la calidad de esta depende de la escena imaginada. Pero pienso en su nombre y viene esa imagen de una noche en aquella azotea en el oeste de la ciudad. En aquella zona que bien habría podido diseñar el demonio, pero ni siquiera, el demonio hubiera perdido mas tiempo en colocar aquellos edificios vacíos y feos. Estos no los había colocado nadie. Por eso eran tan terribles. La azotea miraba a esa avenida vacía y ella parecía que me amaba. No era así. Nadie ama en esa situación. No cabe el amor. Cabe el sexo que ni siquiera llegamos a tener. Yo estaba arriba con ella, creo que le conté alguna tragedia. Tenía la tendencia de pensar que contando tragedias se seducía mas, el tiempo no se si me dio la razón, pero me hizo dejar de creer en la tragedia. Me he convertido en optimista. La vida me parece divertida y agradable. Seguramente porque dejé de habitar cerca de aquella avenida. El caso es que recuerdo que ella había venido del suroeste del país, de una ciudad fronteriza. Era mas pequeña que yo y había llegado a aquella casa, donde hacíamos aquella pseudofiesta, con la madre. La madre, en un acto generoso, la había dejado subir a la azotea con nosotros y todo había terminado convirtiéndose en esa escena en la que estábamos los dos bastante borrachos y en celo.

Ahora evoco esa escena. Estamos los dos en medio de la azotea y no hay nadie y nos comemos los labios con cierta urgencia. Hay muy de madrugada una urgencia rara, como si no hubiera tiempo, como si te estuvieran cronometrando el tiempo para ponerte a chingar y te fueran a cobrar por el previo. Así que los besos, que por otro lado, parecen un paso necesario, se convierten en una cosa muy sensual, si, pero con algo de violencia. Una violencia amable, pero violencia por lo urgente del deseo. Entonces estamos medio reventándonos los labios cuando le desabrocho el pantalón y le quito la camiseta y si mal no recuerdo ella hace sino lo mismo, algo muy parecido y creo que pasa un coche por la avenida y ella me dice algo al oído que estoy seguro que es mentira y cuando la violencia se convierte en una leve pausa va y aparece la madre y dice su nombre, entero, sin olvidarse de los dos nombres que lo forman. La madre está ahí en la penumbra y acaba de decir el nombre de ella y a mi se me ocurren un par de chistes malos que por supuesto no digo, pero por otro lado calculo el nivel de iluminación y trato de descifrar si la mujer es capaz de distinguir por donde andan todas las partes de mi cuerpo en ese instante que ha soltado el nombre completo de ella. Ella se aparta, cambia el gesto, o eso creo porque no veo por dos motivos, porque no hay luz y porque estoy borracho, y sale detrás de la madre. Desaparecen al final de la azotea y de repente el lugar, sin parecerse en nada, me parece un desierto. Vacío y callado. Aún huelo a ella, a su pelo, a su champú de marca conocida. Aún tengo el cosquilleo en el cuello, porque por alguna razón el cuello se queda medio adormecido con tanto labio y tanto mordisqueo. Yo me quedo quieto un par de minutos en la azotea. Abajo pasa otro coche. Miro el reloj en la fábrica de enfrente y salgo a la calle. Creo que un par de horas después llego a casa.

Eso he recordado ahora mientras curioseo por su vida. Ahora somos amigos en internet y tengo acceso a muchas fotos de su vida presente. A su hijo en la playa, a su marido pasado de kilos, a su madre. Veo a su madre de nuevo, mas mayor, la misma cara que miraba en la penumbra con violencia interrumpiendo el otro tipo de violencia que establecíamos ella y yo, otro tipo de batalla. Ahora veo su cara, una cara hermosa, con variaciones imperceptibles, las del tiempo, que modifica los rostros sin saber donde coño es que los modifica. Ahí está. Veo su cara y recuerdo, y esto lo recuerdo de repente, un recuerdo nuevo, que una vez, días después, quizá semanas después, la llamé a su casa en aquella ciudad al suroeste. Ahora recuerdo su voz mientras veo sus fotos. La llamé pero no recuerdo de que hablamos. Veo su cara en esas fotos y hay algo intacto en mis emociones. Recuerdo poco mas. Mientras veo ese amago de presente que son las fotos, veo una tipa extrañamente feliz. Extraña en el sentido de ser una de esas personas que asume una soledad invisible. Hay muchas fotos y algunas las he visto mas de dos veces. Me quedo viendo su cara jugando con nieve, un viaje turístico a una playa cojonuda, conduciendo, posando con una amiga, en la puerta de una casa, en una cena, en el medio de un salón. La tipa acepta algo que viene de atrás, lo acepta sin condiciones, entero, absoluto o eso creo. Hay tanto desde aquel momento que se gira y se larga asustada hasta esas fotos. Se gira y no vuelve y aparece mil años después. Estoy viendo la azotea otra vez. Estoy viendo las fotos. La veo, es, no es. La misma pero otra y me quedo pensando en el infinito viaje intermedio. La memoria juega. La suya lo hará, lo hace o lo habrá hecho ¿Habrá pensado todo eso cuando vio mi nombre en internet? Seguramente otras cosas. Las memorias juegan en divisiones diferentes. Recuerdos que saltan como peces. La azotea es un pez, pero quizá mi pez. Sus peces saltan de otra forma. Ella es ahora y aquella, yo soy este y aquel. En cada recuerdo nos dividimos. Este que recuerda y aquel que lo vivió. Cada vez que vamos al recuerdo aparece otro. Allí está ella, en la azotea y ahora en las fotos está esta, la misma, pero otra. El laberinto lo abrió su madre que, honestamente, nunca debió aparecer. Esa cara merecía otro final.

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