sábado, septiembre 04, 2010

Quieto

Estaba terminando el verano, bajábamos al puerto con la sensación de que no sólo se acababa el verano, sino una forma de vida, la posibilidad de habitar en la fugacidad. No hablábamos mucho, ella miraba de paso algunos escaparates, yo miraba a ratos mis pies, a ratos el empedrado de las calles. Ella olía a champú, todavía llevaba el pelo húmedo; a mi me quedaba poco tabaco y no llevaba dinero, pero no dije nada. Seguimos dejando el barrio de cuestas con paso firme hacia el puerto, nos gustaba sentarnos en las piedras que había cerca de donde empezaba la zona de los astilleros y pasar las horas. Era la primera vez que bajábamos solos. Normalmente venían los de la cuarta, incluido el chico con el que ella se acostaba, a mi no me caía bien, evidentemente, pero el resto de los de la cuarta me despertaban una curiosa inquietud. Hablaban de grupos desconocidos, de estilos de música lejanos y de libros que nadie había leído. Querían fundar un grupo de arte experimental, pero jamás concretaban nada. Sin embargo a mi todo aquello me conmovía. Cada vez que llegaba a casa, subiendo de esas tardes noches en el puerto, anotaba cosas en mi cuaderno, frases, garabatos, volvía borracho y quería ser artista experimental. Aquella tarde bajábamos solos al puerto, quizá por costumbre o porque no se me hubiera ocurrido que hacer con ella a solas. Nos sentamos en las piedras, nos quedamos mucho rato callados. Yo me quedé viendo un barco a lo lejos, tratando de averiguar si iba o venía, ella miraba las piedras. Al rato me preguntó que haría después del verano, no contesté nada concreto, la pregunta me produjo una abismal tristeza. El final del verano conllevaba la desaparición de las tardes de puerto, seguramente dejar de verla habitualmente, pero no contesté nada de aquello, contesté que poca cosa. Ella dijo que le gustaría irse de la ciudad, que a veces resultaba muy pequeña "aquí al final todo el mundo se conoce". Y volví a mirar el barco, la lejanía lenta del atardecer. Saqué el paquete de tabaco, me quedaba el último cigarrillo, le pregunté si quería compartirlo. Fumamos a medias, sospeché que aquello era lo más próximo al sexo que tendría en toda mi vida con ella. Ella fumaba y me lo pasaba, yo fumaba y soltaba el humo, caía la noche. Luego pensé que sería raro quedarnos los dos toda la noche en el puerto y traté de pensar otra opción, proponer algo, pero no pensé en un plan concreto y no dije nada. Ella me habló de su hermana y de su madre. Anocheció del todo. Luego le dije que si soñaba mucho, que si tenía sueños recurrentes, ella dijo que no, yo le dije que yo tampoco, que mis sueños eran siempre distintos, que jamás había soñado que volaba, que recordaba una pesadilla que había tenido cuando era muy pequeño en la que no sucedía nada pero que todo en el sueño generaba mucha desolación. Ella me habló de un sueño en la que no era ella, sino una chica que había visto hacía tres años en la playa, una chica normal. Que creía que eso no significaba nada pero que a veces tenía ganas de volver a verla para tratar de comprender, si es que había algo que comprender. Luego estuvimos callados, yo miraba los barcos en el puerto, una fiesta que había en uno de ellos, se escuchaba la música lejana, el murmullo, el barco era grande y había bastante gente. Un tipo que estaba tras la reja en donde empezaba lo de los astilleros, caminaba con un perro y se perdía a a lo lejos, entre las luces de las farolas. Ella tosió y me preguntó por los de la cuarta, que si me caían bien, que si me sentía cómodo. Dije desganadamente que si, realmente no me sentía a gusto con nadie, de algún modo ese verano me había quedado fuera de grupo, no era de los de la cuarta pero los de mi calle andaban en otros líos, en otros ritmos y ya casi no les veía. Miré una luz de un faro al otro lado de la ría, la imagen me dolió, me pareció extrañamente triste, miré su mano apoyada en la piedra, el giro de su pierna para sentarse más cómoda. Luego volvimos andando, había ambiente en el barrio de cuestas, en una esquina una pareja discutía y nos quedamos callados. La escena era turbia, la tipa le tiró el bolso al tipo, gritaban. Más arriba, en el centro nos despedimos con un beso. Estuve a punto de decirle algo, pero nuevamente callé. Caminé despacio a casa. Me crucé con un grupo de chicas y pensé en la posibilidad de que una de ellas fuera la otra, con la que ella había soñado. Me metí en mi calle y me encontré con mi vecino que llegaba, me invitó a una cerveza y me dijo que si nos íbamos al mirador. Subimos andando, compramos cervezas y nos sentamos. Me habló de su novia, yo miraba todos los edificios de la ciudad desde ahí, calculé su casa, ella ya estaría en la habitación, seguramente dormida. Mi vecino me habló de cosas que no recuerdo. Me tumbé boca arriba y le dejé hablar, le dejé hablar todo el rato. Su voz parecía agua de una fuente con mucha fuerza, traté de identificar otros sonidos de esa noche. Los coches que pasaban abajo, sonidos indescifrables, ruido urbano. Me puse en píe, le dije a mi vecino que si le gustaba leer, me contestó que no, que prefería masturbarse, que ahí si que había literatura y no volvió a hablar. Luego bajamos a casa. Nos despedimos en la escalera. Abrí al puerta de casa y crucé el pasillo a oscuras, sin hacer ruido. Me tumbé en la cama y no me dormí. No pasó nada más. Sentí que todo estaba quieto, detenido, ausente. Un cuaderno en blanco.

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