domingo, enero 10, 2010

Otra noche. Otra mañana

Se levanta de la cama. Se queda sentado en ese precipicio terrible y vertiginoso: La cama, el borde de la cama, y el salto al mundo. Se pone las manos en la cabeza con la intención de sacar alguna conclusión a reflexiones que no está teniendo. Hay un momento que se esperan soluciones cuando ni siquiera ya se va tras ellas, cuando ya no se urga en las fibras en su búsqueda. Bosteza, baja la cabeza y se mira los pies, descalzos, apoyados en el suelo enmoquetado de su habitación. De repente sus pies, y sobre todo el derecho, le parecen los pies de otro. Esos dedos estirados, abiertos, huesudos con algo de pelo que no se sabe muy bien que función tiene le parecen seres invasores de una mala película de ovnis. Los mira un rato más casi esperando a que se pongan a andar solos en busca de una nave de cartón piedra que les lleve de nuevo a casa, pero los pies se quedan ahí, pegados a él sin el menor ánimo de deslizarse por el suelo enmoquetado. Ahora, sin embargo toda la atención se desplaza a la cabeza, porque duele, porque se queja de las dos botellas de ron y porque trae escenas de la madrugada previa, sin demasiado orden. Y en la cabeza se suceden dolores indefinidos de resaca e imágenes de él y Salvador anoche en el descampado de las colinas y esas dos amigas de las que por más que lo intenta ya no recuerda el nombre. Siempre sucede que Salvador y él se decantan por la misma y siempre sucede que la situación es rara porque Salvador y él juguetean y actúan con una y siempre sucede que la otra se distancia y siempre sucede que todo se enfría y siempre sucede que Salvador y él se emborrachan y al final nunca sucede nada. Luego arrancaron el Buick del padre de Salvador y se movieron durante mucho rato por la ciudad, de acá para allá sin precisión ni orden y la otra, por la que nadie se decantó, argumentó sueño y cansancio y las llevaron a casa y ya se quedaron solos. Entonces Salvador siempre propone, en esa situación, ir a un club en el norte, donde se bebe cerveza barata. Eso viene a la cabeza mientras sostiene su cabeza con las manos. Mira el reloj, el mediodía ya ha quedado atrás y debería levantarse y saludar y comer algo y mover algunas piezas estáticas de su vida, pero gira el cuerpo y se mete otra vez en ese terreno confuso que es la cama. Cierra los ojos y ve de nuevo el club y Salvador bailando con una puta vieja una ranchera como si fueran novios de pueblo y él habla con una muchacha que dice que le gusta trabajar en ese club porque hay dos noches libres a la semana y que aprovecha esos días para leer y Salvador pega la barbilla en el hombro de la vieja y mueve la cadera despacio y la vieja le marca el paso, mientras la muchacha le dice que le gustan esos días libres porque lee a un tal Camus y él mira las bombillas rojas del techo del club y se da cuenta de que más de la mitad de las bombillas están fundidas y el apellido Camus resuena bajo el estribillo de la ranchera que baila Salvador. ¿Camus? ¿Está tipa ha dicho Camus? y la mira y ve que tiene la media rota en la pierna derecha y que los zapatos de tacón llevan purpurina desigual pegada tratando de hacer un dibujo fantástico, unas estrellas o un cosmos perdido. Como si sus tacones fueran el agujero negro de una galaxia olvidada. ¿Camus? ¿De verdad te gusta Camus? y la tipa sigue hablando con esa voz lejana y todavía adolescente, argumentando de manera incomprensible que si, que le gusta Camus porque es triste y porque habla del dolor y que hay un libro donde plantea el suicidio como el paradigma del debate filosófico. Pero no puede ser, no puede ser que este club sea cierto y que Salvador agache todavía más la cabeza y se acurruque en el pecho de la vieja y no puede ser que esta joven prostituta sea lectora de Camus y ella deja a Camus y se mete en terrenos más cálidos y le toca el muslo. Luego beben y terminan bailando, muy cerca de Salvador y la vieja otras rancheras y luego unos cuántos boleros, hasta que encienden las luces argumentando que es la hora de cierre y el dueño dice que aquí no se viene a bailar, que si quieren bailar con las chicas también hay que pagar, que ustedes paguen y como distribuyan su tiempo a mi me da igual, que el club cierra porque está amaneciendo y que las chicas no se van por amor, que en los clubs no se busca amor. Y pagan, y Salvador le da un beso a la vieja con cierta ternura y él mira a la chica joven y siente un precipicio extraño, amorfo. Una especie de curva de montaña rusa que no sale hacia ningún lado. Se montan en el Buick de Salvador y vuelven por la carretera estrecha y vieja del norte y llega a casa y cuando entra y cruza el pasillo sabe que su madre ya está despierta y que suspira. Se mete en la cama y esa secuencia le viene ahora mientras se ha vuelto a meter en la cama, mientras pasan las horas, estos días, esta época. Cierra los ojos y escucha Camus y ve a la chica, la chica Camus y recuerda la forma de su cara, la media rota, los tacones con purpurina y esa galaxia abducida. Lo demás es lo de siempre, rostros que giran debajo de la sábana.

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