jueves, enero 21, 2010

Ballena

En el momento indicado, aunque jamás es el momento exacto, siempre se va un poco por detrás, un poco por delante; la ballena se resbala, con toda la humedad que conllevan sus texturas, hacia una profundidad desconocida. Resbala, entonces, la ballena en un nado, si es que es nado, recto y seguro, un vaivén marino entre algas que bailotean empujadas por una corriente invisible y que todo lo empuja. Previamente los peces, arriba, han estado moviéndose conjuntamente, en bancos que parecen una unidad, todos dirigiéndose y entremezclándose con los corales firmes y esponjosos, rozándolos al paso, quizá haciendo florecer organismos invisibles, que también sobreviven en esa corriente que viene de lejos, de los más profundo del océano. Entonces, a ratos, la profundidad cambia de intensidades en su color y ascienden, en acompasado movimiento, especies distintas de peces, dirigidos por el puro placer de trasladarse por ese cuerpo inabarcable que es el mar. Abajo, mucho más abajo, ya está la ballena, que penetra húmeda, casi de silicona, entre oscuridades que huelen a profundidad, a la esencia misma del mar, pero la ballena, en ese instante, no conoce de olores; conoce de destinos, de destinos infinitos donde habitan, quizá, siglos y siglos de existencia. Va la ballena y ya todo la acompaña, los bancos de los peces, las algas bailando, las corrientes, la colorista vegetación marina, la laxitud hipnótica de la marea. Va el mar entero, desplazándose con la ballena que recorre el mar en busca de una luz inalcanzable, de una luz hermosa que podría ser otro mar que se forma en ese mar. Un espejo acuático de bancos y luces y destellos que se transforman y al final, al final del todo la esencia. La vida misma.

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