martes, marzo 22, 2011

Sociedad secreta

Durante media hora camino por las calles estrechísimas de esa ciudad. Vengo caminando desde el puerto, donde no me crucé con nadie. Olía mucho a mar, a mar urbano. Al entrar por las calles de piedra noté mucha humedad. Seguí una ruta invisible, no predefinida. No tenía un límite, quería caminar y una vez cansado buscar un sitio para dormir. No contaba con que la ciudad estaría tan vacía. Todos los locales cerrados. En una pequeña plaza, donde había una estatua triste, desubicada, levemente dramática, vi a unos chicos que fumaban hierba y bebían compulsívamente de una botella de un licor barato. Me miraron casi sin mirarme, como si realmente yo no estuviera pasando por ahí. Uno de ellos fumaba tabaco de liar y estuve tentado de acercarme y pedirle, pero seguí caminando. Salí de la plaza por la esquina noroeste. Entré en una calle tremendamente estrecha. Dos paredes a los lados donde llamaba la atención la luz de una pequeña ventana. Miré con la esperanza de ver una sombra, de ver algo parecido a la cotidianeidad en aquella ventana, pero sólo vi la luz, una luz por otro lado amarga, pero hermosa, triste pero cálida. Esa calle daba a otra calle algo más ancha que bajaba, o subía. Allí vi un gato que salió disparado al escucharme. Me quedé quieto sin saber hacia donde seguir. Bajé. La calle, constantemente, aumentaba su pendiente. Al principio, la descensión era leve, al final me costaba aguantar mis pasos, debía avanzar frenándome. En un momento pensé, literariamente, que aquella calle, que aumentaba su pendiente constantemente, no acababa, no acababa jamás. Finalmente, tras descender alcancé la llanura. La misma calle seguía pero ahora plana. Seguí avanzando por ella. A lo lejos, quizá trescientos metros más adelante, vi un grupo de gente, parecían estar en la puerta de un bar. El bullicio aumentaba según avanzaba. Se escuchaba música, pero una música indefinida, una música que jamás había escuchado. Eran capas sonoras que se sumaban casi al azar. No eran acordes, no eran melodías, eran sonidos que sumados formaban una forma lejana, casi como si esa música fuera una realidad, otra, sumada a la mía, a la de los que charlaban casi susurrádamente en la puerta de aquel local, a las realidades de los que no se veía deambular por las calles estrechas. Nadie me miró al pasar, seguían en esa conversación inquieta y pausada, fumando, sumando ese susurro múltiple a la música que provenía del local. Seguí mis pasos, seguí mi ruta, seguí el camino. En el fondo pretendía descifrar esa ciudad, ese casco histórico, esas calles de piedra. El visitante siempre ve de un modo incomprensible las calles de la ciudad que visita, las ve como un bloque, como un sentido, como si fueran dependientes unas de otras. El habitante no. El habitante recorre las calles de otro modo, bajo la mirada del que conoce la siguiente esquina y en el fondo, para él, la ciudad no es más que un amontonamiento, un lugar que rodea el hogar. Un poco más allá giré a la izquierda. Vi un letrero de hostal. Entré, un tipo extranjero me atendió con voz suave, le debía haber despertado la puerta al entrar. Le pregunté por habitaciones libres, me dijo que no había. Me sorprendió. Lo debió notar en mi cara y argumentó. Mañana empiezan las fiestas, es normal que sin reserva no encuentre habitación. Desconocía ese dato. Había llegado horas antes y mi intención era despertar pronto y seguir hacia el norte. Simplemente quería parar a descansar un poco. Eso complicaba las cosas. Me negaba la posibilidad de un descanso. Me despedí y salí de nuevo a la calle. Extrañamente algo había cambiado. Como si la ciudad no apuntara hacia el mismo sitio. Giré, quise deshacer el camino pero me sentía desubicado. Barajé la posibilidad de estar más cansado de lo que yo creía. Seguí andando ya sin ninguna intención. Necesitaba encontrar un sitio para dormir. Caminé al azar. Giré un par de veces al azar. No aparecía ningún hostal. Seguía sin cruzarme con nadie. Escuché ruido lejano. Una reverberación de fiesta. Me dejé guiar para llegar hasta allí, la gente me podría indicar sitios para dormir. El sonido, siempre, parece que se mueve, como si fuera un insecto que no quiere ser atrapado. Tras varios intentos, logré ubicarlo en la calle paralela. Giré a la derecha, entré en una calle muy pequeña que daba a una calle ancha, allí, en esa calle ancha debía estar la fiesta. Alcancé la calle ancha y finalmente logré encontrar el bullicio. Vi, ante mi, un montón de gente con vasos en la mano. Me acerqué, la música era fuerte, había gente bailando. Olía a comida. De repente estaba metido en una masa de gente festiva, algo desenfrenada. Me quedé quieto, viendo el ambiente, en una esquina, a unos doscientos metros, había un escenario, en ese momento entraba un tipo con gorro, un gorro raro, alto, estrecho, con adornos que colgaban a los lados. El tipo tenía una barba enorme. Se paró la música. EL hombre se acercó al micrófono. Saludó. Se hizo un silencio tremendo. Casi preocupante. Tosió y empezó a hablar:

.- Ya estamos de nuevo aquí. Habéis venido todos. Debemos, como cada año, hacer desaparecer la ciudad. No os diré nada más. Empecemos a hacerlo.

Tras esa frase la mayoría de la gente se empezó a abrazar solemnemente. Como una despedida multitudinaria. Alguien me abrazó y se me quedó mirando.

.- Pero tú. ¡Tú no eres de aquí!

Miró a los lados, asustado, nervioso. Empezó a gritar, fuera de sí.

.- ¡No es de aquí! Hay un extranjero. ¡No es de aquí!

La tensión, el nerviosismo aumentó. Toda la multitud se giró para mirarme. Pensé que había algo incompresible en eso. Algo absurdo, pero no supe buscar remedio. No sabía que hacer, porque básicamente no entendía. No quise correr, no quise pensar en que aquello era un sueño. Quise pensar que era un estado temporal de locura, de irrealidad, pero no. No había otras opciones. Levanté la mano y me inventé una frase. Fue así, como creé esta sociedad secreta.

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