miércoles, marzo 30, 2011

J llega a un hotel

Abajo había ruido de botellas y vasos, un murmullo que podría ser una pieza de un músico experimental y esporádicos e inconstantes gritillos de niños correteando. J tenía las luces apagadas y perdía el tiempo tratando de desenredar esa maraña total de sonido en cada una de sus partes. Los niños, el murmullo, los vasos y sillas arrastrándose. Había llegado treinta minutos antes a esa habitación, el hotel había sido una recomendación de un tipo que había conocido cenando en un restaurante a de carretera a 30 kilómetros de esa ciudad " es feo, pero barato y le puedo asegurar que lavan las sábanas. Es céntrico y de madrugada hay opciones de diluir la soledad". De lo que no había avisado el barbudo era de la terraza veraniega debajo de las ventanas del hotel. Parejas, amigos y familias aprovechando el calor nocturno para tomar algo y charlar en la calle. El verano aligera las cosas. Al día siguiente se trabajaba, o debería trabajarse pero se madruga mejor cuando la luz y el calor arrancan tan pronto. Y están a píe de la ventana esas mesas amontonadas, con un par de camareros que van y vienen con cervezas y tintos de verano y alguna ración de frituras o patatas y esas conversaciones amontonándose como una sola a oídos de J. J, no obstante, no se levanta, ni siquiera se ha quitado los zapatos. Está con los ojos cerrados casi dormido, pero con el pensamiento de levantarse y salir. Está agotado y en su cabeza pasan, todavía, las imágenes fugaces de carreteras, de planicies y de la formación hermosa de montañas casi irreales. Está a punto de soñar y casi se entremezclan imágenes y murmullo de la calle. Abre los ojos, ve la luz roja de la televisión, ese punto que avisa de algo. Se pone en píe. Mira, sin encender la luz, por la ventana. Abajo, en la terraza, la gente habita en esa noche de verano. Decide bajar. Abre la maleta, coge la colonia y lanza un poco al aire. Atraviesa esa nube. Saca la carta del bolsillo, casi con ganas de releerla por millonésima vez, pero la guarda debajo de unas camisas. Abre la puerta de la habitación. Por el pasillo, de repente, pasa un niño que tropieza y se cae. El niño mira a J conteniendo un berrido, una protesta en forma de lloro. J le pregunta si está bien, el niño se gira y le llama idiota. J le ve perderse al final del pasillo y sonríe.

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