martes, marzo 01, 2011

Polvo

Por una lado estaban las revueltas cerca de la plaza. A y J comentaban con euforia que toda revuelta, ineludiblemente, lleva un impulso, que por su sola existencia, la revuelta indicaba cambio. Yo no bajé a la plaza en aquel momento, no lo haría en los siguientes días. A media tarde, cuando el calor bajaba, me acercaba al café, me sentaba en una mesa vacía y veía a los viejos de al lado jugando a ese juego de cartas que un día debería aprender. El bullicio de la revuelta llegaba a modo de capa, una capa que sostiene algo invisible. Por detrás de los cristales se veían pasar, además de las motos con el ritmo de siempre, algunas furgonetas de televisiones internacionales. Por un lado estaba todo eso, una revuelta encendida, basada en la euforia, que es la única emoción capaz de mover la tierra junto con el desgarro. Por otro lado estaba mi revuelta. Una revuelta que no comprendía del todo porque se entremezclaba con la revuelta de las calles cercanas a la plaza, con el desasosiego y la euforia. A y J volvían a la pensión por la noche, agitados, con esa agitación que resulta entrañable y hermosa. Salíamos a la puerta y fumábamos en la puerta, a mi me gustaba oírles hablar, de repente ennumeraban cosas de las que jamás habían hablado: historia, movimientos, fechas antiguas, organización, información y base de otros países, nombres propios, estatuas, estatutos, reglas, estructuras de la mentira, opresión, religión, dinero, capital, cifras y todo eso, todo ese vendaval, toda esa hilera mezclada con emociones, con engaño, con dolor, con mentira, con indignación, con terror, con miedo, con desasosiego, con fuerza, con unión. De todo eso hablaban, como si en la revuelta no todo fuera revuelta sino una universidad, una universidad que abría y conducía hacia una clarividencia. Yo creía en ellos, pero no tenía su fuerza entonces, no sabía ver más allá de mi propia revuelta. Como si en mi revuelta me hubieran detenido, me hubieran encerrado en un sótano para interrogarme y me hubiera quedado mudo. Y ellos me invitaban a seguirles pero yo sólo podía sentarme y esperar el día, un día cualquiera, un día cercano pero terriblemente lejos, un día apagado, silencioso. Fumábamos en la acera, iluminados por la farola que colgaba del segundo piso, en la ventana del dueño de la pensión. También, además del humo, había polvo esos días, un polvo que yo nunca había visto, un polvo espeso, rojizo, un polvo que sobrevolaba a ras de suelo, pero que parecía irse alejando por la periferia de la ciudad hacia el más allá. Había revueltas. una, pero muchas, de polvo, de un polvo que se perdía. Luego, invariablemente, lanzábamos las colillas al suelo y de madrugada subíamos a dormir.

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