jueves, marzo 24, 2011

El último viaje

El viejo se había convertido en un mineral. Como si se hubiera quedado incrustado en el fondo de una mina, inaccesible. No hablaba nada, salvo lo justo, salvo lo imprescindible para vivir o mantener esa lejanía, que era su forma de vida. Sin venir a cuento, como un hecho totalmente inesperado, propuso viajar a esa zona del país: "Nos vendrá bien un descanso. Un viaje. Estar en otro lugar. Es bueno echar de menos tu rutina" La propuesta me dejó desconcertado. Había un halo repentino de optimismo, como un pez que salta sobre la superficie paralelo a un barco en movimiento. Yo acepté, claro que acepté. No sólo me motivaba el viaje, me producía curiosidad esa zona del país, también me apetecía pasar unos días con el viejo mano a mano, barajaba la posibilidad de que en otro entorno, en la euforia que proporciona todo viaje, el viejo narrara algo, se abriera. No dio mucho margen, al día siguiente nos montamos en el coche y condujo durante horas. Fumaba con la ventanilla un poco abierta y apenas hablaba, sin embargo en su cara había un gesto casi invisible de alegría. La rutina, los días de silencio y de extraña meditación quedaban atrás y la carretera le daban una apertura visual que sospecho había olvidado. A las tres o cuatro horas de viaje me dijo que si quería parar a tomar algo, dije que si. Paramos en un gasolinera que al lado tenía un restaurante que anunciaba parrillada y todo tipo de cervezas. El viejo me propuso sentarnos y hacer una comida copiosa: "No tenemos ninguna prisa por llegar". Nos sirvieron una bandeja gigante con todo tipo de carnes, un plato de patatas fritas y un cubo con mucho hielo y seis cervezas enfriándose. Comimos mucho, nos bebimos las seis cervezas y tomamos un café. El viejo se quedó semiacostado en la silla, cerrando un poco los ojos. Le miré un rato, también miré el restaurante vacío, con ese camarero silencioso que estaba, constante, tras la barra mirando el tráfico casi inexistente en la carretera. Parecía como si esperara la aparición de alguien, de algo. Pensé que quizá esperaba un camión con algún pedido, quizá a alguien que le venía a buscar a la hora que terminaba su turno, quizá nada, quizá sólo miraba, colocando los ojos ahí porque era el único punto de fuga para la vista o porque ya había mirado tanto desde esa posición que miraba sin mirar, que la carretera era una excusa. El viejo abrió los ojos y me miró como el que viene de otro lado y no sabe donde ha caído. Levantó la mano para que el abstraído camarero le trajera la cuenta. Al montarnos en el coche dijo algo del tiempo, algo impreciso, algo sin mucho sentido sobre las nubes, el sol y el viento, pero como no entendí no pregunté. Arrancó. Al cabo del rato dijo, sin quitar ojo de la carretera: "Este coche será tuyo cuando muera. Quizá deberías aprender a conducir". Me conmovió la reflexión. Afirmé. El paisaje era tremendo: Abierto, gigante, plano, pero contundente, vegetado y con esporádicas apariciones de formas de agua, pequeñísimas lagunas, riachuelos casi escondidos, charcos amplios. Agua que por la noche variaría de dimensión, de profundidad, de forma. Imaginé la cantidad de insectos rodeando esas formas distintas de agua y sentí un picor inexistente en la piel. Caía la tarde. El sol parecía miel, no se porque pensé en eso, pero parecía algo que se va escurriendo lento por una tostada, una espesura laxa, el color era de un violeta violento, un naranja agonizando. Más que al amanecer, el mundo empezaba en el atardecer. El atardecer es la promesa de algo, es la conclusión, la hora cero, donde todo sucede, cuando comienza la vuelta, el giro, el círculo. Avanzábamos con el coche por esa carretera irregular, vacía, en medio de esa explanada continental vegetada. Había algunos animales instalados, existiendo, pero existiendo de un modo que parecían un invento, una descripción. Vimos algunos carteles que anunciaban la distancia que nos separaba de la población a la que dirigía el coche el viejo. Llegaríamos con la luz de la noche ya instalada. Cuando se hizo de noche, me dio la sensación de que el silencio, por primera vez, se me hacía más pesado, percibía o me inventaba estar percibiendo cierta inquietud en el viejo y traté de sacar conversación, pero la tarea me pareció vasta:

.- El paisaje, todo el camino, me ha parecido increíble.

.- La inmensidad siempre es increíble.

Y el silencio volvió. Seguimos avanzando en medio de la tiniebla de la carretera. Pensé en La flaca. No se porque pensé en la flaca. Pensé en las piernas de la flaca. Pensé en la tarde que nos acostamos en la cama de su madre y se abrió la puerta de la calle y yo me lancé al suelo y me quedé debajo de la cama para no ser descubiertos por sus padres. Debajo de la cama pasé casi tres horas y escuchaba desde ahí la rutina de aquella casa. La frases de la madre. Fui un espía de un hogar, esas frases que se disimulan cuando hay otros, esos tonos que se ocultan. Debajo de la cama pensaba en si algún día me volvería a acostar con la flaca, con la que me separaba una enorme distancia en experiencia sexual. La flaca me movía con agilidad, deambulaba por la cama, proporcionaba instantes experimentados, yo sin embargo mantuve una actitud distante, como sin con esa distancia evitara parecer torpe. Pensé en las piernas de la flaca y de repente me di cuenta de que estábamos entrando en aquella población, poco habitada. El viejo frenó en un calle que parecía la calle principal. Las casas eran todas bajas, antiguas, de otra época. Me dijo que esperara. Entro en una casa y salió a los dos o tres minutos, desde la puerta me hizo el gesto para que fuera. Al abrir la puerta del coche me dijo que nos quedábamos allí. Mientras cogía la maleta me pregunté como sabía el viejo la existencia de esa casa para dormir. Cruzamos la puerta. El viejo había alquilado una habitación para cada uno. "si quieres dúchate y salimos a comer. Te espero en la calle". Entré en mi habitación, dejé la maleta. Me tumbé unos segundos en la cama. En la pared había un cuadro con la imagen de un indio, un indio raro, un indio futurista, rodeado de colores casi fluorescentes, un indio del siglo 30. Al otro lado una fotografía de un paisaje en blanco y negro, en medio, un poco alejado, un hombre con sombrero abrazado a dos mujeres que sonríen. No me duché. Salí a la calle, el viejo fumaba. Caminamos por la calle principal, le costaba andar, respiraba torpemente. Giramos en la primera esquina a la izquierda, entramos en otra casa. Similar a la otra. Había gente en el interior, comprendí que se trataba de una casa bar, había gente bebiendo y algunos comían algo. El aspecto era informal, las mesas eran todas distinas, algunas de plástico otras parecían hechas a mano, de madera, con taburetes que parecían trozos de troncos, algunos bebían encima de las cajas de cerveza vacías. El espacio era amplio y abría hasta un patio, en el patio había gente hablando y bebiendo, a mi olió a marihuana pero no dije nada. El viejo se sentó en una mesa y yo me senté frente a él. Pidió cervezas y una sopa contundente. Comimos rápido y nos quedamos mirando y bebiendo. Al rato se acercó un tipo muy delgado, con cara de pícaro y que venía tambaleándose levemente, se sentó en medio. Nos ofreció un cigarro, que enseguida comprendí que era de marihuana. El viejo fumó y me lo pasó, yo fumé despacio, con una sensación rara de temor. Aspiré y le pasé el cigarro al tipo, el tipo nos miró y contó que la marihuana de esa zona era la mejor marihuana del mundo. Que no se sabía mundialmente porque de algún modo esa marihuana casi no era marihuana y porque esa zona estaba en el principio de otra cosa, "aquí empieza el olvido y los pocos que vivimos aquí nos alejamos de la memoria universal fumando esto. No es que estemos lejos, es que en realidad queremos alejarnos y esta es la nave". Lo decía todo mirando al viejo, y siguió hablando y giró la cabeza y me empezó a mirar a mi:

.- ¿largo viaje? Esto es lejos, claro que es lejos y mañana por la mañana estaremos un poco más lejos. Cada día nos vamos más lejos. Este pueblo en medio de tanta inmensidad es como otro planeta en medio de otro universo, un universo solitario, desarraigado de los otros universos. Esto es el desarraigo. No es que sea el olvido, es que somos la memoria perdida. La memoria que no quiere ir a la otra memoria. Una memoria solitaria, no ligada a la memoria total. El universo es la memoria absoluta, y esto son los pensamientos olvidados, las cosas que pasan y ya no recuerdas.

Miré a mi viejo, que miraba al tipo y le vi una forma de sonrisa, una forma de sonrisa lejana. Como si el viejo perteneciera en realidad a eso que describía el tipo. Bebí cerveza y el viejo pidió más. En el patio unos tipos tocaban un instrumento de cuerdas muy pequeño. Cantaban canciones tristes, canciones que cabalgaban, como si fueran extremadamente lentas. Canciones que vienen del horizonte. Mi padre se levantó para ir al baño. El tipo también se levantó y caminó hasta los del patio, sumándose a ese grupo de cadencia extraña. Me quedé solo en la mesa, miré a la barra, una chica algo más pequeña que yo miraba a la televisión, en la televisión, que estaba sin volumen, se veían las imágenes de mala calidad de una pareja caminando por un decorado de cartón, la chica miraba atenta, la chica me miró y giré rápido la vista. El viejo tardaba en aparecer o me parecía que pasaba mucho tiempo. En la pantalla de la televisión pasaban anuncios, la chica pasó un trapo por la barra, salió y se acercó hasta otra mesa, en esa mesa le pidieron más cerveza. El viejo apareció con paso lento. Se sentó de nuevo:

.- Me gustaría que jamás olvidaras este viaje. Seguramente sea el último. Es importante

Lo dijo sin cambiar su tono neutro de voz. Sin modificar su cadencia. Sin mover las pausas. Tuve ganas de llorar y dije que iba al baño. Entré. Me cerré con pestillo, había un espejo y un retrete. Encima del retrete había escritas varias frases. Saqué mi bolígrafo y puse el nombre del viejo. Me puse a llorar sentado en el retrete. Me lavé la cara y volvi a salir. Al rato nos fuimos a nuestras habitaciones. Soñé con una ciudad que en mi cabeza parecía Londres o parecido a como yo me imaginaba Londres.

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