viernes, marzo 18, 2011

Huida

No cree en diablo, tampoco cree en el sosiego, ni en otras formas menos perversas de pausa. Cree en algo que no concluye, en la estrecha calle en la que vive habita el silencio y el huye, cada noche de ese silencio que en el fondo le parece aterrador. Hay una urgencia permanente, la urgencia del que escapa dentro de un laberinto sin puerta de salida, que es el laberinto más terrible, porque es el desierto. Huye, huye calle arriba, siempre de noche. Atufado de orujo, con hambre pero sin tiempo para parar a comer. Se une a un grupo de extranjeros que siempre ofrecen una forma de pausa, una sensación fugaz de estar en otro lado. Las calles son, de repente, menos confusas, esa confusión agotadora de lo repetido, de lo que siempre es igual, estático, tremendamente inmóvil. A los extranjeros les ofrece esquinas, lugares que no conocierían, pero en realidad lo que consigue con los extranjero es convertir las calles estáticas en otras calles, irreales, falsas, pero durante un rato son otras calles. No cree en el diablo, eso son cosas inventadas, pero a última hora, cuando ya casi amenece, le ve siempre, al final de la calle, esa calle estática y terrible de donde no hay manera de salir.

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