martes, marzo 08, 2011

La ruta a casa

Había pocas esperanzas o toda esperanza se centraba en no caer en la desesperanza. Había días que no crecían, que no se alargaban, y tardes que daban paso a noches de un extraño sosiego. En cierta manera las tardes, esa forma elegante de agonía, eran el momento del día idóneo. G salía de clase tarde, por algún motivo inexplicable, eran el último grupo en salir, las instalaciones estaban casi cerradas y si alguien se despistaba, cuando alcanzaba la calle después de cruzar los deteriorados pasillos del instituto llegaba a la acera de noche o casi de noche. Las despedidas eran fugaces, como saludos invertidos y G caminaba, generalmente solo, hasta la 19 con 32, por donde pasaba la ruta de autobús que llevaba al este. En la 19 siempre había un tráfico extraño, a esa hora no pasaban demasiados autos, pero iban apelotonados, como si se hubieran puesto de acuerdo para avanzar en grupo. En esa esquina había poca luz y el principio de la noche se difuminaba con las luces de los autos. Muchas veces G esperaba ahí la llegada del autobús, pero estos no tenían una regularidad, se regían por un orden incomprensible, a veces esperaba una hora, otras tres minutos, a veces quince, treinta o ni siquiera pasaba. así que G se fue aficionando a ponerse en el primer semáforo, el que estaba en la 19 con 30, y pedir un empujón hacia el este de la ciudad. Generalmente los conductores de Pick up eran los más generosos, también, es cierto, arriesgaban menos, no había trato, nunca se montaba de copiloto. El gesto del dedo indicaba que si, que aceptaba llevarle, pero que atrás. G se lanzaba en la parte descubierta y se dejaba empujar por la 19 hacía abajo, sintiendo el viento y cerrando achinádamente los ojos para evitar el enfrentamiento de la retina con el viento de la velocidad. Generalmente llegaba hasta la avenida y daba un golpe en el cristal, el conductor frenaba brevemente y G saltaba. Sólo unas veces, pocas, el que le llevaba era el conductor de un coche. Aquello era extraño, obligaba a una conversación forzada, a explicar que las rutas de autobús eran anárquicas y molestas y que había que batallar en el semáforo la forma de volver a casa, había que explicar el horario de clase y a veces entrar en conversaciones raras. G prefería Pick ups, pero no era cuestión de exigir, había que preguntar a todo conductor y conseguir el empujón al Este lo más rápido posible. G se acercó una tarde, que ya casi era noche, a un auto decente, generalmente los autos buenos no dejaban montarse, pero el asunto se estaba complicando y había que pescar como fuera, se hacía tarde y difícil la vuelta. Un tipo de aspecto europeo, serio, trajeado, con barba bien recortada, aceptó subirle. G se sentó de copiloto. El tipo tenía una voz grave, las frases eran concisas, profundas, como si hablara desde el fondo de una caverna lejana. Le preguntó, y eso a G le desconcertó, sobre la juventud, sobre la sensación de ser tan joven y G contestó que la juventud no se sentía, que estaba, como la felicidad o la locura. El tipo miraba al frente, como si delante del cristal sucediera algo que había pasado hace años, como si estuvieran proyectando una película basada en hechos reales o un documental crudo, de imagen poco estética. Luego le habló de sus hijos, pero le hablaba de sus hijos como si no tuviera hijos, como si se los hubiera inventado y G empezó a ponerse nervioso, porque el hombre de aspecto europeo generaba desasosiego. El hombre serio lanzó su mano a la rodilla de G y G pensó que estaba en un laberinto extraño. Le quitó la mano y le pidió que frenara, pero el tipo, con voz pausada, con sosiego, le dijo a G que no se pusiera nervioso, que no pasaba nada, que simplemente tenía un hijo de su edad que había muerto y que estaba destrozado y que él, G, le recordaba enormemente a él:

.- Te pareces. Cuando te vi en el semáforo creía que eras él y también te pareces a mi cuando era joven. Eres mi hijo y yo de joven, eres el epicentro de la tristeza universal, pero de un universo vacío, habitado sólo por mi. No te asustes, no quiero nada. Sólo déjame llevarte a casa.

Y G quería abrir la puerta del auto en marcha y saltar, pero no se atrevía, y por temor fue indicando el camino a su casa, pensando que sin alteraciones las cosas saldrían mejor. Y cuando llegaron enfrente de su edificio señaló con el dedo y dijo que ahí se quedaba, pero el tipo no frenó y G pensó de nuevo en abrir la puerta, pero miró al hombre y le dijo que por favor le dejara bajar y el hombre le dijo que ya mismo le dejaba en su casa, que sólo quería estar con él unos minutos más y giró, dio la vuelta y frenó frente al edificio de G. G se bajó sin despedirse. G entonces subió a casa, saludó y no dijo nada. Dos fines de semana más tarde, un sábado a primera hora, G salió del portal sin dirección, G caminaba por la ciudad sin intención o buscando con esperanza no caer en la desesperanza cuando vio el auto impecable del hombre con aspecto europeo, el tipo, con el motor encendido le pidió que se acercara, G obediente se acercó a la ventanilla y el hombre le dijo que si quería dar una vuelta, tomar algo, G le dijo que no, que por favor le dejara en paz. El hombre le miró, G vio una lágrima cayendo por aquel rostro serio, formal, elegante. El tipo arrancó y desapareció. G sintió una forma brusca, casi desgarrada, de melancolía, de compasión.

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