domingo, septiembre 27, 2009

Libélula y Jilguero

La conocí en locutorio donde iba todas las tardes a conectarme en internet. Yo repetía el locutorio, porque enigmáticamente, el reloj que contabilizaba el tiempo de conexión, y por el que luego te cobraban de acuerdo a unas tarifas que había colgadas al lado del mostrador del dependiente, se detenía siempre en el minuto trece. Así que pasaba dos o dos horas y media conectado y al pagar, pagaba trece minutos de conexión. Aquello era extraño, porque el locutorio era pequeño, tenía cinco o seis teléfonos y dos ordenadores para conectarse a internet, uno en el que siempre me ponía yo y otro en el que siempre coincidía ella. Y cuando iba a pagar los trece minutos que habían sido ciento cuarenta o ciento cincuenta, siempre pensaba que era increíble que aquel hombre no percibiera que yo no llevaba trece minutos ahí, que no se percatara del verdadero paso del tiempo. Siempre era el mismo acto, te levantabas y el casi sin mirar, manteniendo la mirada en la pantalla, decía "trece minutos". Aquello daba mucho que pensar sobre el tiempo, incluso si aquel hombre estaba en el mismo tiempo que nosotros, si no permanecía en un lugar físico distinto o si simplemente el tiempo es mucho mas relativo de lo que insistimos en repetirnos. Con ella hablé un día que fuimos a pagar a la vez y escuché que también le cobraban trece minutos, salí detrás de ella y ya en la calle me acerqué y le comenté lo de los trece minutos, ella se rió y dijo que si, que ella también iba siempre ahí por lo de los trece minutos y contó algo que a mi me pareció increíble y por lo que sospecho comenzó aquel profundo, y también enigmático, sentimiento de amor. Contó que un día se lo comentó a unas amigas que también usaban internet en ese locutorio y que ellas decían que no, que a ellas siempre le cobraban el tiempo real, que a ellas no les sucedía lo de los trece minutos. Mientras lo contaba reía y yo pensaba, porque siempre me pasa, que por alguna razón ella y yo estábamos predestinados y le dije que quizá éramos los únicos en el mundo a los que nos sucedía lo de los trece minutos y ella rió aún mas y yo le propuse ir a tomar algo, aunque fuera sólo durante trece minutos y tanto se rió que aceptó y nos fuimos. Ese día nos liamos y en seguida nos hicimos novios. No teníamos mucho que ver o esa pensaba yo a veces, yo quería ser poeta y me sentía como tal, ella quería ser peluquera o libélula. Siempre decía lo mismo, lo de peluquera lo entendía pero a la tercera cita le pregunté lo de libélula y ella me dijo que no sabría describir muy bien una libélula, que no sabía exactamente como eran, pero que le encantaba esa palabra y la repetía varias veces li-be-lu-la. Entonces yo contesté que en ese caso yo quería ser poeta o jilguero, porque a mi me encantaba la palabra jilguero y que en realidad aquello me parecía un poema hermoso, un jilguero y una libélula paseando una tarde de sábado por un centro comercial de un barrio periférico y ella reía.

Pasábamos las tardes yendo a ese centro comercial al que yo nunca había ido hasta que me hice novio de libélula. Ibamos y recorríamos repetidas veces sus plantas. Siempre entrábamos en una tienda de teléfonos móviles a ver un modelo que ella quería comprar. "Un día tendré este móvil" y lo cogía y lo miraba con un anhelo que yo jamás había visto antes. El dependiente siempre nos dejaba probarlo, juguetear por los menús y sus posibilidades y Libélula lo manejaba con precisión, conociendo cada recoveco de aquel aparato extrañamente barroco. A mi me gustaba ir a la tienda a juguetear con el móvil porque tenía una función que te permitía hacer música electrónica. Realmente era una aplicación que repetía loops pre-programados en el que tu ibas agregando sonidos apretando los botones, modificando aspectos rítmicos y algún que otro tono, pero me encantaba crear música, si aquello era crear o si aquello realmente era música. Me gustaba perder nuestros dedos en aquel huerto de botones, apretando aleatoriamente teclas para que saliera aquello que considerábamos nuestras canciones. Luego salíamos de la tienda y seguíamos caminando algunas horas hasta que nos íbamos a la habitación en la que yo vivía en aquella época y hacíamos el amor. A mi me encantaba, evidentemente, hacer el amor con libélula. Digamos que en el cuerpo de libélula se escondía el olor mas amable del planeta, un olor a fruta pero una fruta no existente o una fruta que yo no conocía. Libélula tenía un olor increíble, a piel pero a piel de fruta. ¿De dónde sacaba libélula aquel olor? Hacíamos el amor y luego ella me preguntaba que porque quería ser poeta, que sino me gustaba mi trabajo en la fábrica de sombreros y yo contestaba que en el fondo si me gustaba pero que hubiera preferido vivir de mis poemas y entonces me pedía que le leyera alguno y yo lo leía y comprendía la verdadera dimensión de mis poemas y me daban ganas de llorar y libélula se reía y me decía que estaban bonitos pero que no los entendía, pero que aún sin entenderlos le parecía que sonaban agradables y luego hablábamos del mar o de la peluquería donde hacía practicas. A mi sin embargo lo que me preocupaba con libélula no era tanto la distancia o esa distancia que yo veía entre los dos sino la duración de nuestros polvos. Una duración que a mi me pareció siempre exacta, obsesivamente repetitiva, como la música que creábamos en la aplicación del móvil que le gustaba a ella. No se porque me fijé desde el principio y tanto me fijé que, sin que ella se percatara, siempre cronometré nuestro sexo y siempre era igual, como si aquella cifra nos estuviera marcando algo que había que saber interpretar. Siempre trece minutos, siempre. Trece minutos desde que nuestros cuerpos se soldaban el uno al otro. Como si el dependiente del locutorio mantuviera el reloj clavado sobre nosotros. Como si el contador se detuviera ahí para todo, para la conexión a internet y para nuestro viaje físico conjunto. y tanto fue que un día se lo dije, no sin transpirar angustia por los poros y libélula me miró y dejo de reírse y se levantó se vistió y me mandó a la mierda y claro, se acabó, se acabó en menos de trece minutos. Me quedé un par de días roto en la habitación, sin salir, pensando en el lo relativo que es el tiempo o lo exageradamente relativos, si es que algo relativo puede ser exagerado, que pueden ser trece minutos. A partir de ahí pensé en escribir poemas que tardara trece minutos en escribir. Ponía el reloj en marcha y comenzaba. Sentía la presión del tiempo pero me activaba el ingenio. Luego fui olvidando aquel extraño método. También fui olvidando a libélula, también fui cambiando de vida, pero siempre, siempre sentía que las cosas sucedían trece minutos después.

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