viernes, febrero 05, 2010

Los Ángeles sin tiempo

Compramos algunas cosas para llevar de vuelta a casa por la tarde, aquí suelen ser más baratos algunos aparatos electrónicos y determinadas marcas de ropa; y nos fuimos al hotel. A mi no me gusta Los Angeles y la tarde libre que nos queda prefiero lanzarme al colchón y mirar por la ventana ese forma extraña que es esta ciudad. Hay ruido y silencio. Desde la habitación veo coches gigantes pasar y una cadencia en el atardecer que me recuerda a la tristeza, a la desolación. Al contrario que a mucha gente, a mi Los Angeles me parece triste, fea y triste. Nos lanzamos en las camas y abrimos una botella de vino. Por la ventana iba entrando el resplandor de la ciudad aumentando con el crecimiento paulatino de la noche y pusimos la televisión sin volumen y aquellas imágenes se proyectaban sobre las paredes del mismo modo que las luces de Los Angeles sucediéndose al otro lado de la ventana. Bebí vino, mucho vino. Ella hablaba de un recuerdo infantil mientras en la habitación se hacía la noche absoluta y se oía el murmullo enfurecido del tráfico abajo. Yo callaba y bebía y sentía el ardor del vino de un modo peculiar, acentuado por la oscuridad. Apagué la televisión para recibir, de lleno, el resplandor de esa ciudad miserable y ella hablaba de su infancia desde el otro colchón. Entonces se hizo la noche absoluta y ella se había quedado dormida, acurrucada como un animal con frío y me pareció triste y hermosa. La acababa de dejar su marido y no encontraba la manera de ausentarse del dolor. Me levanté y me fui a la calle. Al salir del hotel unos tipos me dijeron algo en español, pero no miré. Sentí humedad en las piernas, como si la falda fuera un pantalón. Sentí todo el vino en la cabeza y recordé una forma de vida que nunca había vivido. Un recuerdo que jamás había sucedido. Cogí un taxi y le pedí que me llevara a un bar del que había leído en una revista. Atravesamos esa ciudad triste. Calles vacías, coches grandes con conductores deprimidos, una mujer durmiendo a los pies de un semáforo en una esquina, un hombre caminando, un local con un neón enloquecido. El taxista miraba a la nada y me preguntó si hablaba español. Me dijo que era de Panamá. Luego me aconsejó que no fuera sola a la vuelta. Cuando llegamos al local del que había leído, estaba cerrado. El panameño me miró y me preguntó que quería hacer. No supe que contestar, me puse a llorar en el taxi y luego sonreí y le dije que me llevara de vuelta al hotel. Deshicimos el camino por otras calles. Los Angeles es un fracaso, pensé. Atravesamos zonas que no había visto jamás con la luz del día. Al llegar al hotel le pagué y le dije que había sido un gusto conocerle, me pareció el último vestigio de calidez humana en un mundo deshabitado. Entré en el hotel y me fui al bar. Unos tipos hablaban sentados en una mesa, una pareja callada en otra y los dos camareros hablando entre sí. Pensé que estaba soñando, pero aquello sucedía. Me pedí una copa y me senté. Uno de los tipos que hablaban en la mesa se acercó y se puso a hablar conmigo. Me dijo algo de los ojos y yo le contesté amablemente que no quería hablar con nadie. EL tipo se dio la vuelta y me quedé sola. Dos horas después seguía sentada en la cama mirando el resplandor de la ciudad y ella durmiendo inmóvil, como si el tiempo se hubiera detenido en el lugar donde estuviera soñando. Anoté algo en una hoja, una frase que me vino a la cabeza. La leí varias veces y pensé que jamás volvería a Los Angeles. A la mañana siguiente volamos a casa.

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