domingo, febrero 14, 2010

El timbre

A las 6:56 de la mañana suena el timbre. Me levanto, muy torpemente de la cama, avanzo subiéndome los pantalones por el pasillo y empujando, de manera brusca, mis pies dentro de las zapatillas. Enciendo la luz del recibidor, abro la puerta: No hay nadie. La primero que hago es mirar a los lados del rellano y al comprobar que, efectivamente, no hay nadie, suelto una retaila poco vocalizada de palabras malsonantes. Deshago el camino y vuelvo a la cama. Con cierta facilidad, y empujado por el clima frío y lluvioso, me vuelvo a dormir.

A las 7:12 de nuevo rompe mi sueño, esta vez uno que se mueve en un terreno confuso del erotismo, pues cuando me despierta el timbre, estoy protagonizando una escena indescriptible con una compañera de trabajo. Me readapto violentamente a la realidad. Salgo corriendo con la intención de llegar a la puerta en menos tiempo que en el viaje anterior. Apenas me pongo un pantalón, está vez rechazo el uso de zapatillas. Alcanzo descalzo la puerta, la abro y de nuevo el vacío. Suspiro, propongo verbalmente una profesión noble y antigua, pero de mala reputación, para la madre del invisible tocador del timbre. Doy un portazo y vuelvo, con menos ánimo, hasta la cama. Me quito el pantalón, me meto entre edredones y sábanas, y sin sospecharlo, me quedo dormido.

7:21. El timbre me trae esta vez de una escena peculiar en la que, con mi tío Dominique, atravieso una selva donde pretendemos encontrar un collar que ha perdido mi abuela. Me levanto corriendo. Esta vez corro el pasillo en calzoncillos. Me sorprende mi sprint, también mi zancada. Velozmente abro la puerta y ahí está, de nuevo, el vacío, el silencio, el tocador invisible. Esta vez no recurro al idioma para invocarle ni a él ni a nadie de sus antepasados. Asumo, simplemente, que soy víctima de una broma cruel y poco evidente.

8:01: Cuando aún sigue coleando el sonido del timbre, yo ya estoy por la mitad del pasillo. Abro la puerta con violencia. Con la intención de correr por el rellano, puesto que apenas le ha dado tiempo a avanzar algunos metros al timbreador. Abro y para mi sorpresa les veo allí. Unos al lado de los otros, todos quietos, mirándome silenciosos, serios. Colocados como para una foto. Trato de entender porque han venido ya, con tantos meses de antelación, observo sus caras, sus gestos, sus rasgos, su intensa mirada. No me perturba tanto que ya estén aquí como que me vean en calzoncillos, con un aspecto deplorable. Les miro, y aún sabiendo que tendrá consecuencias, esta vez también recurro al insulto: Sois unos hijos de puta.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Me mata la intriga!!!

C.L.

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