lunes, noviembre 24, 2008

La canción de todos

Cantaba en la iglesia los sábados por la tarde. Llevaba una guitarra electrica y la enchufaba a un amplificador de calidad mínima. Cantaba sin micrófono, lo cual no le resultaba complejo porque la iglesia era realmente pequeña. No creía en Dios, no creía, por supuesto, en los enunciados de esa religión ni en sus principios éticos y morales, en su trasfondo filosófico. Si iba cada sábado de dios a tocar era porque en todo el pueblo, ni en 100 kilómetros a la redonda, no había un sólo lugar que tuviera la acústica de esa iglesia. La temática de su repertorio, por otro lado, de tan metafórico podía confundirse con cierto sentido religioso. En sus letras y en su pausada y melódica voz, se podía intuir la misma busqueda espiritual que la busqueda de los feligreses de aquella iglesia. Así cada sábado, marcado por las señales del párroco, tocaba cinco o seis canciones, no siempre las mismas. Cerraba los ojos y se arrancaba con acordes sutiles y delicados, melodias suaves, voces alargadas y letras existencialistas, el hombre que en el camino vital busca la redención. Al terminar la ceremonia recogía su cacharreria electrica y casi sin despedirse de nadie salía de allí y desaparecía hasta el sábado siguiente. Poco mas se sabía de la existencia de ese tipo por otro lado invisible. En general su nombre iba asociado a aquella imágen, la de un colaborador extraño y enigmático del párroco. Muchos vieron en aquello la caridad de ese buen hombre hacía ese alma perdida y quizá por eso siempre se aceptó la presencia de aquel hombre en medio de la ceremonia. Vestido con ropa vieja y desgastada, el pelo siempre despeinado y largo y la mirada perdida, los ojos cerrados mientras ejecutaba aquella música que en general nadie comprendía, pero en cuyas letras todos querían ver una explicación, la busqueda de ese hombre por una verdad indescifrable. El intento de aquel hombre por encontrar el camino en el que todos se sentían ubicados, el camino que todo el pueblo consideraba el camino de la verdad. El último sábado apareció como siempre, con el mismo aspecto, la misma actitud. Esperó, como siempre, los avisos del párroco para introducir su música. Aquella tarde se puso de pie y se notó que estaba mas erguido de lo normal, como si de algún modo se estuviera sintiendo mejor con él mismo. Arrancó los acordes suaves que en el fondo ya todos esperaban, acordes delciados y sencillos, la voz profunda y suave, las frases que siempre venían desde lugares que nadie intuía. "Cerré los ojos como Marvin Gaye y me dejé caer. Cuando caí no ví sino al dragón y comprendí que con mis manos alcanzaría la dulce canción del dolor. En el fondo detrás de mi también está la fe", aquellas frases que aceptabamos como mensajes que salvo el párroco nadie comprendía o frases, confesémoslo, de un pobre y desgraciado desequilibrado. Así fue cantando hasta el último momento que subió el volumen de la guitarra cerró los ojos y mantuvo mucho rato la voz en una sola nota, el final de una palabra, una silaba que jamás conluyó por que de repente cayó vencido al suelo y jamás volvió a abrir los ojos. Fue la única vez que dijo el título de una canción antes de tocarla. "La canción de todos"


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