lunes, marzo 22, 2010

Vuelo

A las 10:23 despegó el avión. El vuelo, que duraría algo más de 8 horas, sería relativamente cómodo. Se quedó dormido a la hora y media del despegue, cuando el avión sobrevolaba el atlántico. Soñó con un león enjaulado y con un tipo que decía ser Robert de Niro pero que se parecía a su médico de cabecera y que afirmaba conocer el desierto. Despertó 56 minutos después, bebió zumo de naranja y comió pollo en una bandeja plástica con arroz. El tipo de al lado bebía vino y cada rato suspiraba y cerraba los ojos. Cogió su libro, leyó algunas páginas con las que se sintió sorprendentemente identificado, de vez en cuando giraba la cabeza, el sol era potente al otro lado de la ventanilla, le producían un efecto casi hipnótico los reflejos sobre el atlántico e imaginó travesías épicas a través de ese oceano. Por su cabeza pasó la bestial sensación del tiempo, 200 años, 300, 518; imaginó barcos, biografías anónimas que atravesaron de un lado al otro, personas con vidas cortas en busca de alguna forma inexistente de destino, de gloria. Imaginó inmigrantes medio siglo atrás, escritores que fueron y volvieron. Luego metaforeó ese mar en un inmenso libro de historias y biografías tremendas. El Atlántico como una novela infinita de destinos de ida y vuelta. Volvió al libro, el protagonista se reencontraba con su pasado, ese reencuentro con los lugares que empuja descarnadamente a los recuerdos. La memoria es un laberinto o un océano, pensó y siguiendo con esa reflexión pensó que en realidad el océano a su modo es un laberinto, por lo tanto memoria, laberinto y océano vienen a ser elementos semejantes, comparables. Sacó su cuaderno de notas, escribió algunas frases sobre esa realidad temporal. Un avión que sobrevuela el atlántico y su propia memoria. En ese instante recuerda la vez, cuando 18 años antes hizo ese mismo camino, porque aunque sea en avión, aunque sea volando, aquello también es un camino. Recuerda a su madre con ese impulso del instinto del que avanza y está a horas de empezar una nueva vida. Ese vuelo 18 años antes y de repente la memoria y el presente se adhieren una a la otra y todo se vuelve oceano, el laberinto del recuerdo. El tipo de al lado pide whisky, suspira y cierra los ojos, en una mano lleva un libro del que no alcanza a leer el título. Mira a los lados, una tipa con el pecho exagerádamente operado habla con el tipo que está a su lado. El acento y las expresiones le trasladan a esa vida anterior, a la que ahora acude a revisitar, a reobservar con la nueva perspectiva que da el tiempo, la memoria, el océano de por medio. La tipa habla de internet y de una fiesta, el tipo la escucha. Descubre, por la conversación, que se han conocido en ese vuelo, que su charla arranca y que hay cierto juego de seducción. El avión es un experimento social y la imagen de 100 o 100 tipos sobrevolando conjuntamente el mar le parece, de repente, un absurdo absoluto. "Los aviones no se caen, es la tierra la que viene hacia arriba y los oculta" piensa y mira los reflejos del sol en el océano. Pasan las horas pero al ir de este hacia oeste, mientras pasan a su vez se reducen lo que deberían ser las 3 de la tarde va siendo horas menos. El ejercicio le parece extraño, y las diferencias horarias incomprensibles, cuando aterrice estará horas por detrás. Piensa rato en eso, en esas horas perdidas mientras el vuelo avanza, en esa diferencia horaria que quizá se explica en el oceano, en el laberinto, en la memoria. Que todas a la vez se comen el tiempo, porque finalmente laberinto, memoria y océano, de eso se alimentan: de las horas de los que vuelan

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