martes, marzo 09, 2010

Tren nocturno

Antes de llegar a la tercera estación donde hacía parada en ese trayecto pensé, infantílmente, que no era el tren lo que se desplazaba, sino lo otro, el paisaje y la noche al otro lado de la ventana, esos pueblos insignificantes que formaban grupitos de luces en el medio de la nada, esos árboles que como referencias temporales iban pasando fugazmente, esas construcciones solitarias en medio del campo, iluminadas con una bombilla de baja intensidad. Pensé eso, que era todo lo que se empujaba y que el tren era el que estaba quieto y bajé la cabeza al libro, leí una frase y lo cerré. En la oscuridad del compartimento nadie hablaba, la mujer que había subido en la segunda estación miraba desde nuestra oscuridad, la oscuridad de la noche al otro lado, sus rasgos se confundían y no podía descifrar esa cara que apenas había visto en el momento de entrar, cuando el revisor picó su billete y volvió a apagar la luz. El anciano que venía desde el arranque conmigo respiraba fuerte, a punto de roncar, viajaba en ese otro tren que es el sueño, el otro lado de paisajes también móviles, también inalcanzables y fugaces. Me puse en píe y me fui fuera al pasillo a fumar, me balanceé torpemente y me apoyé en la puerta cerrada por donde horas antes había subido a ese tren, abrí un poco la ventana y entró una ráfaga bestial de viento y frío. Encendí el cigarro y traté de no pensar en ese destino hacia el que avanzaba el tren, o hacia donde lo demás empujaba al tren, y en mi propio destino. Luego el tren entra en la tercera estación cuando yo ya me siento de nuevo, en la oscuridad que se verá alterada por la luz vacía y melancólica del andén, donde una mujer abraza a un hombre con desgarro pero silenciosamente, una joven avanza ausente andén adelante con una maleta elegante en la mano y un uniformado solitario espera en el punto preciso el momento en el que el tren se frena. El tren se detiene y se oyen los sonidos del rito, frenos, silencio previo, apertura de puertas, las voces de los que suben y buscan el número de compartimento, el número de asiento. El arranque torpe, la oscuridad que crece de nuevo y el avance del tren, o de lo otro, de nuevo. He aprovechado esa parada para estudiar y memorizar los gestos de la mujer que tengo enfrente, ahora que todo está oscuro de nuevo recreo, rememoro como una lección aprendida cada gesto de su cara. El recorrido de rasgos y formas lo hago varias veces para dejarlo bien marcado en mi memoria, para tatuarlo y dejarlo inmóvil en el recuerdo al que tendré que acudir en todos esos kilómetros y kilómetros de noche y sin luz, donde ella está de frente como una silueta misteriosa, cercana pero a miles de kilómetros de mi. Duerme el anciano otra vez, sus ronquidos van subiendo de volumen, como si los kilómetros nos fueran dando una confianza irreal y se abandonara al sueño y olvidara los pudores iniciales que le mantenían despierto cada vez que se relajaba y cabeceaba y comenzaba a respirar fuerte. Miro otra vez por la ventana, luces lejanas que me recuerdan a todo lo que está inaccesible, la noche como una masa sólida al otro lado de la ventana. Muevo mis piernas buscando acomodarme, una nueva posición. En ese espacio reducido rozo sin intención mi pierna con la pierna de la mujer, un vestigio de cariño en ese frío, en ese silencio, en esa noche profunda y vuelvo a rememorar su rostro que ya viene sin dificultad a mi memoria. No digo nada, me pongo de nuevo en píe y salgo al pasillo con otro cigarro. Mientras fumo ella aparece tambaleándose por el pasillo y me dice que si le puedo dar un cigarrillo, que habitualmente no fuma pero que no puede dormir y que ya no sabe como pasar el tiempo. Se lo doy y mientras lo extiendo es cuando veo el tatuaje en su mano, casi inapreciable, casi invisible, pero reconozco, claro que lo reconozco; el símbolo. Me mantengo, externamente, sereno. Le acercó la cerilla hasta el cigarro, ella inhala y arranca la mecha. No hablo, ella tampoco. Miro por la ventana, luego miro su reflejo en la ventana y distingo de nuevo el tatuaje en la mano. No hay duda. El símbolo. Fumamos a ritmo dispar, pero cortesmente espero a que ella termine para ir juntos hasta el compartimento. Recorremos el pasillo a trompicones, uno detrás de otro, tengo la posibilidad de apuntarla al cuello, pero no lo hago. Entramos en el comparimento, volvemos a la oscuridad. La noche y el tren avanzan, me siento de nuevo frente a su silueta, durante kilómetros pienso en la manera de escapar, pero ninguna cárcel más segura que un tren avanzando veloz en la nada, en ese momento cualquier intento de saltar sería una locura. Respiro, me acerco hasta su oido y le pregunto:

.- ¿Están en la siguiente estación?

Con voz suave y lejana me contesta que si, que salvo que cometa la locura de saltar, estoy sin salida. Entonces la beso cuando asumo que está todo perdido. Nos besamos silenciosamente en la oscuridad mientras el viejo ronca. Me siento de nuevo y cierro los ojos poco antes de llegar a la siguiente estación le propongo fumar de nuevo. Salimos al pasillo. Fumamos. Lanzo la colilla por la rendija de la ventana. El tren comienza a frenar. Ni siquiera nos despedimos. Se agotan mis últimos minutos de fuga. El andén, la luz triste y blanquecina, algunas figuras. EL tren se detiene completamente. Se acaba mi historia.

1 comentario:

stel dijo...

Hoy mejor no hablar de trenes, la mezcla de tren y nieve no es buena jejeje
Buenos y nevados días :)

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