jueves, julio 29, 2010

Delayed flights

El viaje desde Dubai hace escala en Frankfourt. A Frankfourt llegamos con retraso y perdemos la conexión. Al bajar del avión una señorita nos informa, con un tono cruelmente amable, que no podemos enganchar ya con ningún vuelo hasta nuestra ciudad, con lo cual nos recomienda, dada nuestra prisa, comprar un billete de la misma compañía hasta Londres y de ahí hacer escala hasta casa. Recorremos un pasillo alargado y psicodélico que recuerda a una película sin título y llegamos a un nuevo terminal. Compramos el siguiente a Londres que sale en 38 minutos. Buscamos o busco; voy sólo, así que aún narrando en plural esta historia sucede en singular. Esperamos pacientemente los 38 minutos y embarco. El avión realiza su vuelo con profesionalidad. Ningún altercado. Aterrizamos en Londres, corremos a coger el enganche, pero cuando llego a la puerta 56 leo en la pantalla que el vuelo ha sido cancelado. Un joven uniformado, con cara de circunstancias atiende las numerosas quejas de los pasajeros sin vuelo. Después de esperar una larga cola me atiende, me recomienda volar a París y allí si, enganchar con otro vuelo a casa. Obedezco. Salgo corriendo a por el vuelo de París que sale en 19 minutos, lo alcanzo y me monto. De nuevo, y esto me resulta sorprendente, me toca ventanilla por tercera vez consecutiva. Una vez sentado y con los motores en marcha, el comandante anuncia problemas en el aeropuerto para despegar. Los minutos, los largos minutos pasan sobre una pista de aeropuerto. Mucho después, quizá una hora, quizá dos, despegamos. Todo el vuelo asumo que inevitablemente, y debido al retraso, ya he perdido mi conexión en París. El aterrizaje es raro en Francia. El avión toca suelo de un modo impreciso y vuelve a despegar. Ascendemos cuando casi habíamos aterrizado. El comandante anuncia problemas para aterrizar y lo vuelve a intentar. En París, después de varias discusiones y algunos gritos, decido coger un vuelo a Roma que enganchará con un vuelo a casa. Lo intento de nuevo. En Roma, evidentemente, pierdo la conexión. Allí me recomiendan un vuelo a Marrakech para enganchar con un vuelo a Lisboa y de Lisboa a Madrid. En Marrakech tengo un altercado en la aduana y esos minutos de oro me hacen perder el vuelo a Lisboa. Tras muchos problemas cojo un vuelo a Bamako para enganchar con un vuelo a a Tanger y si todo va bien, en Tanger abandonar los aviones y subir a Madrid en coche, en tren o andando, pero olvidarme de los aeropuertos. En Bamako los retrasos son irreales. Paso dos días en el aeropuerto. De Bamako vuelo a Milán, de Milán a Berlín, de Berlín a Zurich. En Zurich dominado por un sentimiento pasajero de locura decido tomar mis decisiones de destino para realizar el trasbordo a casa a partir del alfabeto. Si estoy en Zurich, debo ascender alfabéticamente y volar a algún lugar cuya primera letra sea la Y. Vuelo, y esto es complejo porque hay vuelos cada tres días, a Yalta. A Xcaret llego de un modo extraño e indescriptible. De allí a Washington, Veracruz, Uji. Sigo de avión en avión, en ese pasillo eterno que son todos los aeropuertos, que son infinitos pero que son uno, el mismo. La puerta que se abre y se cierra. Trasbordos que te llevan más cerca o más lejos de casa, el transito permanente. Conocí muchos, distintos, iguales. La voz del altavoz que anuncia el siguiente despegue o que recomienda tener cuidado con las pertenencias. Las tiendas que son distintas pero la misma, que ofrecen objetos que diferencian e igualan el mundo. Volé, volé sobre todos los mares, sobre todos los continente. Crucé países, descifré sus geologias desde esa vista privilegiada a siete mil metros de altura. Ví nubes pasar, esa vaporosa forma aérea que recuerda a los sueños y a la memoria. Cruce, recorrí y jamás llegué a casa. Seguiré, engancharé vuelos, uno tras otro, en ciudades remotas, inconexas, que nada tienen que ver salvo ese vuelo nocturno que las une mientras sus habitantes son ajenos a la vida del otro extremo de ese vuelo. SOy ese avión que sobrevuela sobre tu cabeza mientras caminas al trabajo, mientras besas a tu novia a la salida de un restaurante donde cenas comida japonesa. Soy ese avión, esa fugacidad que jamás llegará a casa, porque mi vuelo llegó, por siempre, en un eterno retraso.

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