jueves, noviembre 12, 2009

Victoria

Sonaban unas campanas a lo lejos. Ese sonido, mientras seguía caminando, me parecía estar marcando no ya sólo el punto exacto del mediodía sino el punto exacto del comienzo de algo inapreciable. Mis pasos no iban acompasados con el irregular campaneo, cada campana marcaba un tempo distinto a cada paso mío. El pueblo estaba aún lejos y el sonido de las campanas me llegaba no del todo nítido sino mezclado con millones de cosas aéreas e invisibles. Partículas y elementos inapreciables para los ojos que golpearían y disminuirían las ondas sonoras hasta mis oídos. Seguí caminando pensando que ese mediodía algo cambiaba porque marcaba el mediodía que, después de años caminando, llegaba hasta el pueblo de Victoria. Y mis pasos no eran mas que eso, una reconstrucción lenta de mi memoria, un empuje épico de kilómetros y kilómetros pensando en ese mediodía en el que finalmente alcanzaba el pueblo de Victoria. Esa cara que por tantos pasos en mis piernas, por tantos años a pie, se había ido borrando en mi memoria. Ahora las campanas marcaban el mediodía en el pueblo de Victoria y Victoria y yo, después de tantos años escuchábamos algo a la vez. Yo escuchaba esas campanas mientras me acercaba y ella, en las calles de ese pueblo que veía tan cercano ya, caminaba por alguna calle, quizá sentada en algún lugar de ese pueblo, también escuchaba. Dejaron de sonar las campanas y pensé o imaginé la cara borrosa de Victoria pensando: "Son las 12. Es mediodía". Pasé al lado del letrero con el nombre del pueblo, entré por las primeras calles, atravesé la primera plaza, vi a gente yendo de un lado a otro, a unas mujeres hablando en la puerta de una casa, un hombre que con ánimo lanzaba un cubo de agua sucia contra la acera. Vi ese agua sucia deslizándose por el suelo, alcanzando el asfalto irregular, colándose por el alcantarillado. Miraba las caras de cada mujer de ese pueblo pensando en la poética posibilidad de encontrarme por fin con Victoria de frente, reconocernos en medio de una calle de esas y besarnos, por fin besarnos. Sentí mis piernas agotadas. A mi cabeza vinieron, a la velocidad de la luz, imágenes de los miles de kilómetros que llevaba en las piernas para llegar hasta ese pueblo lejano donde encontraría por fin a Victoria. Otras campanadas anunciaban los cuartos. Quince minutos pasaban del mediodía. Giré al azar en una esquina. Vi a dos niños jugando con un balón, el balón botó en la acera y saltó mas alto de lo predecible. Uno de los niños salió corriendo y lo cogió en el aire. Por alguna razón uno de los niños me recordó a Victoria. Al lado de los niños vi a Victoria y sentí una punzada. El tiempo no había pasado por su cara, por su piel. No había vestigio del paso del tiempo en su cuerpo. Mi memoria comparó el rostro recordado con lo que tenía enfrente, las diferencias que ahora comparaba. Me acerqué. Los niños efectivamente estaban con Victoria.

.- Hola Victoria. Soy yo, soy Aarón.

Entonces Victoria me mira y con una sonrisa que yo no recordaba me dice:

.- ¡¡Aarón!!. ¿Es usted Aarón? ¡¡Al final vino!! Ella tenía razón. Al final apareció. Cuantos días, cuantos años, medio siglo estuvo mi madre esperando aquí. Sentada, mirando la esquina por donde ha aparecido usted ahora. No era ilusión. Es verdad. Por esa esquina, al final, apareció Aarón.

Entonces Victoria, que no era Victoria, se levanta y me da un abrazo. Y Victoria llama a los niños que juegan al balón:

.- Venid niños. Corred. Venid a darle un beso al abuelo. Este es el abuelo Aarón.



.-

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