martes, abril 27, 2010

Los primeros días en el otro lado

Eran extraños aquellos libros escolares. Me resultaban desconcertantes las fotos ilustrativas. En aquel momento todo me resultaba desconcertante, irreal y yo creo que tendía a proyectar lo extraño en aquellas fotos que ilustraban lecciones y capítulos de la historia del país, de la geografía. Todo me resultaba ajeno seguramente porque todo era ajeno. Llevaba un mes en aquel país y de repente caí como paracaidista en un colegio ajeno, en una clase ajena, en un pupitre ajeno. Y estaban aquellas fotos ilustrativas. Recuerdo aquella de "El llano". Eso ponía a píe de página. Una foto que ahora sospecho de baja calidad técnica pegada a un texto sobre la agricultura de una zona del país que a mi sonaba a un territorio lejano. En la foto se veía una inmensidad y unos hierbajos cubriendola, un tipo a lo lejos en caballo. La textura de la foto era desgastada, muy lavada y a mi me parecía una foto de una era inexistente, parecía que rozaba una textura setentera, pero no era exactamente setentera, parecía de un periodo, un agujero negro, en el que se había colado aquel fotógrafo o la imprenta que la había llevado a papel, entre los setenta y el principio de los ochenta, Una década borrada para el resto de los mortales. Yo no se muy bien que era lo que percibía en aquellas fotos que iban cubriendo con desgana el texto escolar, pero no eran fotos de este tiempo. Me sentaba en aquel pupitre y miraba aquellas fotos casi con desprecio, un tipo hablaba al píe de la pizarra con acento raro sobre la agricultura y sobre la geografía de Venezuela y creo que es la primera vez que sentí que que carajo tenía que ver todo aquello conmigo. Es muy fácil sentirse extranjero. No se muy bien definir que sentimiento te recorre, pero es un sentimiento preciso. Lo de alrededor te resulta desconocido y teniendo trece años tiendes a sentir que además te importa bastante poco, tener trece años es ser extranjero a su vez, con lo cual yo era doblemente extranjero, de mi mismo, de la infancia y del mundo. A mi me importaba muy poco la historia de Venezuela en ese momento. De repente irrumpió en mi vida un trozo de historia que parecía haber venido en una nave espacial. Las clases de historia hasta ese entonces, en casa (Si es que casa es donde había nacido), habían sido de reyes católicos y movidas territoriales, de torpes y accidentadas conquistas y batallas brutas en siglos remotos para un tipo de 13 años. Ahora todo se centraba en un individuo que se llamaba Simón del que me enseñaban cada paso de su historia. Simón era una especie de Beattle que no hacía Pop pero se enfrentaba a los españoles con brios. Simón irrumpió en mi vida, las fotos de los paisajes que recorrió en su odisea también. Y yo era extranjero y a mi Simón me importaba bastante poco. No por que Simón nos hubiera sacado de su país a machetazos, que eso me daba igual, no soy nada patriótico y ni lo fui con trece años, sino porque ser extranjero es sentirte raro y desconcertado y Simón y sus batallas me hacían sentirme lejano, desubicado, incomprendido, porque de repente un tipo que apenas me sonaba pasaba a ocupar un porcentaje alto de mis clases y por lo tanto de mi vida. Un retrato de Simón colgaba encima de la pizarra, una frase de Simón escrita en la pared te recibía por la mañana al llegar al colegio. Simón se coló de lleno en mi realidad incomprensible de ese momento. No era un rey, era Simón y a mi todo aquello me desconcertaba enormemente. Esa época fue rara. Como no recordar aquella primera mañana en aquel colegio. Entré detrás de mi hermano, buscamos las filas que se formaban para entrar a clase, torpemente terminé encontrando la mía, la fila de varones de octavo. Todos los alumnos miraban al frente y cantaban adormecidos el himno nacional. Podría escribir doce horas seguidas sobre mis sentimientos en aquel momento. Dos alumnos izaban la bandera al ritmo cansino de ese himno a tempo medio y una letra que rozaba el surrealismo. Yo estaba último en la fila de octavo. Terminó el himno, seguí al grupo. Entré en el aula, me quedé de píe, era mitad de año y no sabía donde me podía sentar. Entró el profesor y le conté mi situación. El tipo amable me invitó sentarme en un pupitre que había libre. Noté la mirada de treinta y pico alumnos sobre mi. Más que nunca en mi vida sentí la presión de la masa. El paseo hasta el pupitre vacío fue lo más parecido a recorrer un desierto. Me senté y el profesor me introdujo:

.- Bueno, hoy entra con nosotros un nuevo compañero que viene de España, pero por favor, ponte en píe y preséntate.

Me puse de píe y dije mi nombre. De repente treinta y tantos alumnos soltaron una carcajada descomunal. Luego supe que el motivo de la risa colectiva fue mi acento, pero yo sentí la bofetada más sonora y bestial que jamás me ha dado la vida. No había donde carajo correr, no había camino por delante, estaba en medio de un país que se llamaba Venezuela, tenía trece años, era extranjero y jamás me había sentido ni me he vuelto a sentir tan desconsoladamente solo en el mundo. Del instante me sacó con maestría aquel profesor que jamas volví a ver y del que tantas veces me he acordado. Se acercó hasta mi. Se puso a mi lado y hablando alto para que le oyeran todos pero dirigiéndose confidente a mi me dijo:

.- Mira, amigo. Yo también he sido extranjero y puedo imaginar lo que sientes en este momento. Tranquilo, ellos se ríen porque son unos mediocres.

Y me puso una mano en el hombro. En ese instante una chica se levantó, se acercó hasta mi pupitre y me pidió perdón por haberse reído, explicó que no había sido una risa de burla que simplemente les resultaba muy cómico el acento. Aquella chica creo recordar que se llamaba Marisol y en ese instante me salvó la vida.

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