jueves, agosto 25, 2011

La bicicleta de Irene

Irene me contó una vez un viaje que hizo en bicicleta. Un viaje o un paseo largo, no sé en que momento una cosa cambia a la otra ¿En qué distancia un paseo se hace viaje y un viaje solo es un paseo? ¿ Se mide en horas, en kilómetros, en trascendencia? El caso es que paseo o viaje, ella salió pronto por la mañana y pedaleo sin saber exactamente donde iba. Me habló de una carretera, creo que era la de Barcelona, no recuerdo que fuera otra o al menos, según lo contaba yo visualizaba la carretera de Barcelona, que es difusa y engaña porque parece que ya sales de Madrid pero en seguida sigues en Madrid para estar en otras poblaciones que se van multiplicando hasta, de repente, desaparecer todo y avanza la carretera sin más, entre fábricas que dan una nostalgia extraña, una sensación fría y triste; como si descubrieras, de repente, aunque lo sepas de antemano, que el mundo no volverá a ser como fue y que, inevitablemente, el hombre camina por el abismo. Y ahí iba Irene, pedaleando una bicicleta que describió con muchísima precisión, con características técnicas de las que yo no me enteraba, piñones, cambios, peso y un montón de cosas más que parecían un lenguaje lejano o glíglico. Me habló de la dificultad de ir en bicicleta por esa carretera, dijo que era inhóspita o desoladora. Pedaleó horas. Yo intuía o sabía que Irene no era ciclista, no era habitual de la práctica de ese deporte, así que me llamaba la atención su fascinación repentina por ese deporte y por la osadía de su aventura, de su paseo, de su viaje. Dijo que durante horas, no sé si tres o dos, fue por el arcén, con angustia, la velocidad de los coches y los camiones la empujaban, el sonido de la velocidad, de la velocidad de las cosas, la asustaba, pero no cesó en su empeño. Entonces el viaje, en un momento dado tomó otro rumbo, no sólo metafórico, sino real. Se desvió por una carretera que anunciaba un par de pueblos que Irene no conocía y a mi, al nombrármelos, tampoco. Entonces apareció una carretera secundaría, estrecha, vieja, bastante deteriorada. El paisaje seco de finales de verano la incitaban y anunciaban la posibilidad de pueblos auténticos, incluso misteriosos. Pedaleo mucho rato, pasó el mediodía, las horas de máximo calor. Irene nunca habló de comida o de bebidas, hablaba del pedaleo en el silencio y vacío de aquella carretera por la que, según ella, no pasaba nadie. No había nada y sólo escuchó durante horas el crujido hipnótico de la cadena girando entre los platos. El paisaje era monótono y alucinante, eso decía. Entonces aún en las horas de calor o en esa hora extraña que es la de la siesta en los sitios de mitad de Castilla vio aparecer a lo alto de una cuesta que Irene subió andando con la bicicleta a mano un pueblo. Lo primero que vio fue una gasolinera abandonada, una gasolinera de una marca que ella no recordaba o que era tan antigua como su niñez porque decía que aquella gasolinera le recordaba a su infancia. Arriba se montó, de nuevo, en la bicicleta. Pasó el pueblo. Había algún anciano a la sombra y siguió de largo. Pedaleó hasta el delirio porque ella decía que había algo que la invitaba a seguir, sin pensar en el camino de vuelta. Empezó a caer la tarde y de nuevo, en medio de una profundísima llanura, apareció un pueblo. Pedaleó acercándose, sabiendo que, sí o no, aquel era el destino o el punto de vuelta a Madrid. Cuando llego el Sol reventaba en la meseta de un modo que a Irene le pareció hermoso o delicado, incluso erótico. Llegó, el pueblo era, básicamente, pequeño. Una calle principal de la que salían dos o tres pequeñísimas calles y una plaza en la que estaba todo el pueblo.Al llegar a la plaza, evidentemente, todas las caras giraron a mirarla. Irene sintió algo que no era temor pero que se asemejaba. Un tipo joven, fuerte y alto le dijo con acento profundo y seco que llevaba una rueda pinchada. Irene bajó de la rueda y vio el proceso final de desinflamiento, lo que la indicaba que acaba de pinchar. Se puso en píe. Preguntó entre la gente que bebían botellines de cerveza y escuchaban una música lejana, una música que Irene jamás había escuchado, si había alguien con recambio para ruedas de bicicleta. Varios hablaron a la vez, pero en general todos decían lo mismo, que como era posible que saliera de viaje, o de paseo, con la bicicleta sin llevar herramientas y lo imprescindible para no quedarse tirada. El asunto es que nadie tenía recambio porque nadie, curiosamente, en ese pueblo andaba en bicicleta. Irene sintió cierta angustia porque a los problemas se unía la noche que aparecía tras aquel sol majestuoso y caduco. Uno de los tipos dijo que la acercaría a una gasolinera, que allí igual se podría hacer algo. Se montó en el coche con dos tipos simpáticos que la querían ayudar. A Irene la amabilidad la conmovió y la hizo recordar algo que no alcanzaba a recordar del todo, algo que había soñado o algo que había sucedido en otra época o algo, incluso, que le habían contado, pero algo que tenía que ver con la amabilidad y con las buenas intenciones. Recorrieron varios kilómetros, llegaron a la gasolinera que tenía encendidos los neones y que daban esa luz irreal que se entremezcla con la luz del atardecer agonizando. Ella se bajó y preguntó pero ahí no había nada para bicicletas. Hinchó la rueda pero se deshincho en minutos. Tuvo, por primera vez, ganas de llorar. Los tipos del coche, los chicos amables, tenían prisa, se iban a otro lado, tenían una cita o un festejo pero ofrecieron acercarla algo, lo más posible. El resto, lo sentían, pero no sabían como podía hacer. Irene aceptó. Mientras iban por la carretera se hizo de noche. A Irene le aterrorizaba pedalear con la rueda pinchada por a esa carretera. Los chicos barajaron la posibilidad de preguntar en el sitio donde iban, pero eso significaba alejarse algo de la carretera por la que Irene había pedaleado incansablemente. Irene, no obstante, prefirió ir con ellos que quedarse en aquel desvío vacío, oscuro, en medio de la meseta. LLegaron a una especie de caserío, un lugar bastante lujoso en medio de la inmensidad. Todo era oscuridad salvo esa casa iluminada. Irene sintió que la bicicleta, todo lo que había conllevado la bicicleta, eran un inmenso error, en ese instante le hubiera gustado desaparecer. El caso es que llegan allí, saludan, no hay mucha gente, hay una fiesta, hay alcohol, comida, se emborrachan, también Irene. Se lanzan a una piscina iluminada como si fuera una estrella lejana, una estrella inalcanzable a la que se zambullen como naves espaciales o como meteoritos, Irene se siente lejos del mundo y eso le agrada. Fascinada por la aventura o por el paseo, siente que aquella gente, en su totalidad, es gente especial, como si no existieran o fueran amigos de toda la vida. Se queda dormida debajo de un roble, cuando despierta el sol está comenzando su rutina. Se pone en píe. La rueda está cambiada e incluso la cadena está engrasada e incluso, toda la bicicleta, está más limpia. Cuando se sienta nota que va mejor que antes. Pedalea y sin darse cuenta sale a la carretera, agarrada por el impulso, sigue, decide que es mejor largarse sin despedirse y dejarlo en la memoria así. Pedalea muchas horas, cuando llega de nuevo a la carretera de Barcelona siente una especie de arrepentimiento por no haberse despedido, por no haber agradecido el trato y por haber pensado de un modo tan irreal. En la carretera de Barcelona, ya de vuelta a Madrid siente, por primera vez nostalgia por lo que ha sucedido,ve los coches yendo y viniendo, entrando y saliendo de Madrid. Pasa las fábricas, van apareciendo edificios. En Avenida America se baja de la bicicleta agotada, empieza a anochecer en Madrid. Lleva dos días pedaleando y decide, sin saber porque, abandonar la bicleta. Entra en el metro y baja hasta la línea 6. En el andén hay una chica tocando la guitarra y le da un par de euros.

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