domingo, marzo 03, 2013

Primavera

  La cadencia del invierno resultó agotadora. Entró despacio, como si los grados en la temperatura fueran decayendo a ritmo mortecino y duro mucho. No fue de un frío permanentemente duro, pero hacía frío siempre y llovía y nevaba con frecuencia; y la sensación era de que aquel invierno jamás iba a terminar. Y sin embargo, terminó. Terminó de golpe. Un día apareció el sol con un montón de grados a la espalda. Por la ventana de casa entró una luz nueva, una novedad que estalla de repente, a las diez de  la mañana. Abrí la ventana, entró una brisa que anunciaba la primavera y ese olor, esa brisa, esa sensación repentina de primavera resultaban abrumadoras, sobrecogedoras, casi orgásmicas. Salí a la calle con ligereza. El sol y la buena temperatura te entremezclan con precisión con la ciudad. En invierno todo está ajeno, nada es o en nada pareces estar, como si de todo te separara una capa invisible. Con el calor perteneces a las cosas, estás inserto en la ciudad como parte de ella, convives con todos los peatones de las aceras. Caminé durante horas. Sentía que una etapa prologada y cansada acababa en mi vida. En cierta manera llevaba meses flotando sobre un limbo extraño, descolocado de todo. Si miraba hacia atrás, los meses, quizá el último año, eran una sucesión de brumas inconcretas, un montón de leves nadas en las que había habitado como si el único hueco existencial para mi hubiera sido un no espacio, un no lugar espacial en el que nada sucedía salvo los ciclos biológicos. El Sol que presentaba con furor la primavera me devolvieron un ritmo o una presencia, como si de repente hubiera revivido o hubiera parado una pausa extensisima. Llegué a la zona del río. Unos muchachos jugaban con una cometa, la cometa en un momento se desprendió de las manos de uno de sus manipuladores y se perdió lentamente en el cielo azulado y primaveral. Uno de los niños la perseguía desde abajo, como si fuera a correr hasta que la cometa, ajena a su persecución, cayera al suelo en algún punto lejano de la ciudad. Me quedé un buen rato viendo como aquella cometa se perdía, resultaba francamente hermoso verla bailar ahí arriba,  como si hubiera alcanzado una forma de liberación absoluta, una liberación por otro lado que la perdería en alguna esquina remota de la ciudad, que la terminaría llevando a algún punto de la periferia, a las ramas de un árbol, al asfalto de una de las autopistas de acceso, en la azotea de un edificio. Allí caería, lejos del río, lejos de donde fue un juego inocente.  Cuando dejé de verla volví la mirada al suelo y vi que los niños se iban, como si la fuga de la cometa hubiera acabado con el juego.  El río, me pareció que iba cargado de agua, a unos niveles elevados, unos patos urbanos pasaban dejándose arrastrar por la corriente. Un barco con turistas pasó, desde allí una niña me saludó y respondí al saludo con euforia. Como si la simpatía de la ciudad hacia esa niña dependiera del modo en que respondiera ese saludo. El barco siguió y creí haber resuelto bien mi cometido. En una de las cafeterías con terraza me senté a tomar una cerveza. Cuando me cobraron me pareció muy cara, pero la saboreé con mucho placer. Hay cervezas que parecen contener el elixir de la felicidad. No sé como o no recuerdo exactamente como se siguió sucediendo el dia, pero en cierta forma ese día me reconcilié con algo, no sé exactamente con qué. Como si durante una época hubiera estado distanciado de mi mismo y ese día se hubieran acabado las rencillas, de un modo amable, ligero. Sin aspavientos. Por la pura aparición de la primavera.

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