domingo, marzo 03, 2013

Juicio

 Olía a producto químico brutalmente, extremamente. A esa pretensión terrible de los productos de limpieza que emulan un paraíso y te llevan al infierno, porque el infierno debe oler a producto químico, no a mierda o a quemado o a cenizas. El infierno debe oler a cloro con esencia de fresa o a amoniaco, pero mucho amoniaco, amoniaco a cataratas. En ese punto irrespirable que esconde todo producto de limpieza cuando es usado en extremo, cuando se abusa de su poder. Olía así, debían de haber pasado la fregona tres minutos antes y el suelo reventaba ese olor en la oscuridad de la capilla. Una capilla de materiales modernos, incrustada en edificios de los años setenta. Ubicada en esa zona de la ciudad que por la noche es un hervidero de alcohol y cocaína. Yo desconocía esa pequeña iglesia de los sótanos, y si me hubieran preguntado el único sitio de la ciudad donde no existiría jamás una iglesia hubiera contestado que en los sótanos no cabía posibilidad de introducir el legado de Cristo. Sin embargo, cuando aquella tarde bajé las escaleras de los sótanos y pasé por puertas de garitos infectos con nombres detestables (El unicornio salvaje, Lolita underground, El loco) pensé que en realidad el mejor sitio o el escenario idóneo de un católico extremo para predicar la palabra del señor sería en el epicentro del vicio y la nocturnidad de la ciudad. Crucé la puerta. Un mendigo polaco sentado en unos cartones alzó la mano con cara de penitencia, luego susurró algo incomprensible. Al fondo vi la cruz iluminada con intención, la iglesia estaba sumida en una oscuridad rotunda, unas mujeres rezaban sigilosamente en las bancas del lado izquierdo. Busqué al párroco en la puerta que me habían indicado. Toqué. Esperé unos segundos que me parecieron excesivos. Volví a tocar. Un hombre de canas abrió la puerta y me  invitó a pasar con un gesto solemne. Hay curas que practican permanentemente el perdón de los pecados. Como si ese poder del perdón que han adquirido en la nada, les fuera transferido a todos los apartados de su vida. Perdonan a cada segundo, perdonan a todos, a todo, más allá de donde tiene cabida su perdón. En realidad son perdonadores radicales, extremos. Perdonan a las mujeres que van a rezar cada tarde a la iglesia con devoción, perdonan al vagabundo que pide en la puerta, pero van más allá: perdonan a los conductores de autobús, a los padres, a los jóvenes, perdonan a los drogadictos, perdonan a los políticos, perdonan a las putas, a los maltratadores, a los xenófobos, a los maricones, a los violadores, a los desalmados, a los infanticidas, a los viciosos, a los retorcidos, perdonan al perverso, al ignorante. Perdonan demasiado, porque asumen que tienen el poder del perdón. Son adictos a perdonar. Son condescendientes hasta el delirio. "Pobres pecadores que viven en la línea del error permanente. Ajenos a la verdad" y perdonan, perdonan porque el otro, todos, desconocen el enigma y la razón, la verdad absoluta. Me senté donde indicó: una silla negra frente a su silla, en un despacho que también olía en exceso a cloro y amoniaco y algo de naftalina. Alguien revelará algún día que los curas son adictos a la naftalina y comprenderemos toda su verdad, toda la dimensión de su razón. El olor me mareaba, incluso me hacía llorar levemente los ojos. El infierno debe oler así, volví a pensar y estuve a punto de comunicarle mi reflexión al párroco. El párroco entonces comenzó a narrarme el previo al accidente, los caminos inescrutables que decide el señor que tomemos. Yo no escuchaba, yo olía. Sólo podía oler esa orgía de amoniaco; como si todo el amoniaco del mundo hubiera sido esparcido por los suelos de esa iglesia. El infierno debe oler así, pensaba. El infierno no puede ser lo otro, una llama permanente, un lugar lleno de putas y en fiesta, eso no es el infierno: eso son los sótanos, los bares de los sótanos. El infierno debe ser aburrido y huele a amoniaco. El infierno es una tortura de amoniaco. Una habitación dimita infectada de amoniaco. Me limpié una lágrima que caía invisiblemente, una lagrima que en mi mente también olía a amoniaco. El padre hablaba del despiste que tuvo al girar, la falta de precaución que tuvo en ese giro, que no vio la flecha, que no vio el paso de cebra, que iba pensando en los tiempos, en la crisis, rezando por los seres humanos, preocupado ante la falta de valores, que no vio, no se percató y no me vio salir , no se dio cuenta, que quizá yo tampoco iba concentrado. Que los peatones asumen los pasos de cebra como una verdad absoluta, que no me culpa, pero que yo también lo pude haber evitado. Que el iba concentrado en su espiritualidad.  Yo le miré como pude, tratando de deshacerme de la confusión del amoniaco. No llegamos a ningún acuerdo. La siguiente vez que nos vimos fue en el juicio. No era el final, fue un juicio ordinario en los tribunales de la zona norte. El Padre salió culpable y le pusieron una penitencia. A mi me costó dos meses recuperar movilidad en la pierna izquierda y perdí, para siempre, los atributos de mi bicicleta que quedó enterrada en chatarra en un desguace de la carretera del sur.

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