lunes, mayo 14, 2012

Vecindario

  No hay contacto cierto con los vecinos. A veces no parecen personajes reales. Si uno se asume, indiscriminadamente, como protagonista de su propia vida, los vecinos son, exageradamente, los extras, el relleno de gente anónima en el campo de batalla. La señora del tercero no parece habitar más allá de ese hola en el pasillo, la chica del cuarto y su sonrisa educada parecen difuminarse en una nebulosa incomprensible cuando se mete en el ascensor y desaparece. La pareja del tercero, esos dos tipos serios, distantes, a veces casi mal encarados, podrían dormir en un baúl, junto a otras marionetas. Y sin embargo, están tan cerca. Duermen separados por muros envejecidos, estrechos, de un grosor casi ridículo, que minimiza levemente las voces, el sonido del agua corriendo por las tuberías, el ruido de la televisión. Están ahí, pegados. Detrás de se muro frontera, ese muro engaño, que nos hace distantes, tierras inexplorables los unos de los otros. Les veo cada cierto tiempo y les prefiguro su vida. Con algunos coincido por horario. Nos saludamos con esa distancia de los desconocidos. Un hola que reverbera como si viniera de un planeta en el otro extremo del universo. Vidas absolutamente ajenas, alienígenas habitando a centímetros de tu pared, que escucharon filtrada por el hormigón tu música, quizá el gemido previo al orgasmo, una discusión intrascendente sobre el destino de un sobre del banco, los gritos celebrando un gol o una hazaña deportiva que se irá olvidando en el tiempo, murmullos que no descifrarán, un hilo de voces ininteligible. Son ellos, esos seres fantasmagóricos que habitan en el edificio.  Y él, era uno de ellos. O quizá él era la representación absoluta de ellos. Anodino, intrascendente, triste, de caminar caótico, como si ya sólo su forma de andar mostrara un cúmulo de imprecisiones a las que jamás tendrán acceso los otros. Enigmático y extraño. El mexicano parecía sacado de una película que fuerza desquiciadamente imitar a Hitchcock y se queda en un drama telenovelero. Un rostro común pero indescifrable. Como si la impresión fenotípica común escondiera la peculiaridad de la experiencia en un individuo que pareciera venir de un remoto destierro. Como yo vivía al fondo, en el patio, pasaba por las ventanas de su cocina, donde unas cortinas tristes y desgastadas, dejaban traslucir botes con comida y una limpieza impoluta, también el olor desmesurado de una comida que incitaba al atracón. Ese mexicano cocinaba bien, o eso indicaba ese olor que empujaba a otros paisajes, a otro entorno, a un lugar donde uno quería ir de inmediato.

 Al principio vivía con una anciana que no hablaba, que estaba sentada en una moderna silla de ruedas y que uno la imaginaba siempre en sus últimas horas. Sospeché que era su cuidador, todo apuntaba a que no era un familiar. La mujer murió. Eso lo supe por las ambulancias, por cierto transito anormal en las escaleras. Luego se quedó allí solo. A veces aparecía un hombre: otro mexicano. Un tipo serio, huidizo, que parecía vestir para una fiesta que se celebraría cuatro décadas antes. Generalmente le veía solo. Un día le vi unas calles más allá. Vestido con ropa deportiva. Como si se forzara a adelgazar unos kilos que era evidente que le sobraban, sobre todo a la altura del abdomen, pero la ropa deportiva parecía un chiste en su cuerpo. No era deportista nato, se veía en su forma de llevar la ropa, en su esmero por lucir elegante con esa vestimenta que por más que se esfuercen las grandes marcas jamás será elegante, jamás quedará bien, salvo a Roger Federer y algún que otro elegido más, se notaba en su incómodo con las zapatillas, con ese pantalón corto y esa camiseta que quizá sobredimensionaba algo más ese abdomen torpón. Otra vez me lo encontré comprando, como yo, algo de comida para llevar en un lugar del barrio, nos saludamos con la misma distancia en ese entorno extraño. Pero la mayoría de mis encuentros sucedían en esa ventana que yo veía al pasar al patio, donde sólo vivo yo. Alguna vez asomado buscando una mejor cobertura, en una de esas llamadas que siempre parecían trágicas, definitivas, terribles. Su gesto, entonces, era otro, como si estuviera hablando con la desolación en persona o con alguien inabarcablemente cruel. Siempre escuché una pregunta o una frase desconsolada y luego su silencio. ¿Por qué me tratas así? o ¿Me merezco esto? Frases que no parecían reales sino ecos de la telenovela de mediodía. Y sin embargo rezumaba tanto dolor, porque su dolor en aquellas llamadas era real, demoledor, sincero. Como sincero era escuchar luego esas baladas de Juan Gabriel: ¿Por qué me haces llorar? o Hasta que te conocí. Esas canciones siderales, que parecían venir de un lugar habitado por el horror y la miseria y la tristeza cierta, no de la tristeza estética o de la tristeza hermosa o la tristeza edulcorada o la tristeza divina o la tristeza amarga. Aquello venía de la tristeza de arena seca, tristeza sin paliativos, tristeza sin un ápice de esperanza. Así sonaba esa música por el patio, acompañada por su voz entrecortada como una corista en un mal día, como karaoke del destierro. Y siempre, algunos días después, volvía a ver  al otro mexicano, al que sospeché despiadado, la otra voz al otro lado del teléfono. Y a veces hubiera querido esconderme en el patio y saber, pero me quedaba con el enigma.

 Pasar por el patio se convirtió en una espera, en un intento no sólo de cruzar hasta casa, sino de oírle, de saber otro detalle, una frase suelta que me diera otra pista. Pero lo único que encontraba era ese olor a comida y su imagen en los días terribles, de dolor, de la tristeza y luego los ecos que llegaban a casa de Juan Gabriel. Se me olvidó otra vez y su voz aguda deslizándose como coro de borracha por detrás de la voz épica y raspada de Juan Gabriel. Y el ciclo seguía y a los días el mexicano periférico aparecía desde su lejana fiesta de décadas anteriores. No había más símbolos. No había más donde rascar. Al tiempo dejé de verle. Desapareció el olor orgásmico, desaparecieron las escenas tremebundas, pero no aprecié la ausencia hasta el interrogatorio. Que sí conocía a la anciana, que si sabía la relación entre los dos, que si había visto a alguien más, que si podía contar algo. Hablé del mexicano críptico. Hablé de la silla de ruedas, del olor a comida, pero por un temor, por miedo a ser perseguido, jamás dije nada de Juan Gabriel, como si en Juan Gabriel hubiera una clave a revelar. Una clave a la que sólo yo había tenido acceso y me hubiera delatado como el gran chivato, la fuente de la policia. Por eso ignoré a Juan Gabriel.

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