miércoles, mayo 23, 2012

La huida

 Mientras el taxi se metía en esa ciudad por una autopista soberbia desde la que se veía un perfil preciso y muy fotográfico de edificios, se dejó llevar por la emocionante sensación de novedad, de desconcierto y desubicación de ver una ciudad desconocida. El taxista conducía con brío y llevaba la radio a un volumen notablemente alto. En la emisora las voces se entremezclaban casi a gritos, unos se pisaban a otros e intuyó que ahí se hablaba de política, de asuntos espinosos y cargados de prejuicios. Luego pensó, mientras la autopista se convertía en Avenida y el tráfico se hacía denso y la cultura absoluta del país se hacía visual en las esquinas, en el andar de la gente, en el olor que entraba por la ventanilla abierta del taxista, que la percepción es una interpretación indescifrable de la estadística subjetiva. Afuera los colores de los autobuses, la forma de la publicidad eran nuevas, ligeras variaciones que demuestran que uno es extranjero. El taxista se detuvo frente a un edificio y le miró con desgana,  pagó con la poca moneda local que tenía a mano y se despidió sin ser respondido. Entró en el edificio acristalado, en el hall la vio. Ella sonrió desde lo lejos. El encuentro con alguien cercano en el extranjero siempre tiene un halo de extrañeza, como si la normalidad estuviera sostenida por las calles que uno conoce y cuando esas calles no están la normalidad se desmorona. Se abrazaron con novedad, como si se estuvieren reconociendo después de una era en el hielo. Ella le preguntó por el viaje, por la salida de casa, por asuntos de lo cotidiano que ahora parecían ficción. Él sintió el vértigo de cierta dicha. Un vértigo acelerado, como el que sabe que se abre un espacio temporal que será recordado y está deseando saltar de una vez y no prolongar el tramite. Subieron a la habitación para dejar la maleta. Cuando ella abrió la puerta una luz salvaje entraba por la ventana abierta, la temperatura era perfecta y la ciudad se extendía como una alfombra. Las construcciones parecían montar un puzzle, techos, azoteas, ladrillos, carteles, todo amontonado como si no hubiera razones, como si la ciudad hubiera caído en vez de crecer. Se lanzaron a la cama. A él le excitaba el aire fresco, el cierto nerviosismo de saberse ajenos, el olor del champú de hotel que había en su pelo. No hubo frases, como si todo fuera exclusivamente físico y absoluto. Hubo una intensidad marcada por esa nube de humedad y de climatología distinta. Como si descubrieran esas leves diferencias corporales que quedaban afectadas y variaban por la sensibilidad a las nuevas condiciones atmosféricas, la diferencia horaria, la humedad relativa, el calor. El sudó más de lo habitual y se sintió mas preciso, más concentrado, ella apenas abrió los ojos. Luego se quedaron un rato esparcidos por la cama, como si fueran agua derramada. Como si el orgasmo los hubiera introducido definitivamente en la nueva realidad. Al rato salieron a la calle. Atenazados por las amenazas de violencia social, por las cifras de robos y disparos, cogieron un taxi, fueron hasta un restaurante que le habían recomendado a ella. Comida local de nivel, con cierto grado de experimentación. Por la tarde tenían la agenda llena de compromisos, estos ya si de trabajo, así que la comida sería el refugio dentro de la huida, el recoveco inaccesible antes de zambullirse en otros ritos. A él le gustaba el modo en que ella se entusiasmaba, porque en su entusiasmo no había euforia desmedida y lograba convertir todo en ese entusiasmo agradable, casi relajado. El que observa la novedad sin ansiedad, sino complacido de ver nuevas formas. Al salir del restaurante, donde él confesaba haber bebido más vino del debido, llamaron a un radio taxi y esperaron en la acera, donde el sol daba de frente. El aparcacoches del restaurante les sonrió sin esperar sonrisa a cambio. En ese momento ella vio un fuego enfrente, una hoguera gigante que crecía insaciablemente, expulsando un humo terriblemente negro. Durante algunos segundos simplemente miraron, entonces ella preguntó al aparcacoches si sabía que sucedía. El tipo, flaco y desgarbado, ligero y despreocupado contesto casi con ironía:

.- Hoy es el apocalipsis. Hoy se acaba este enredo. ¿Quien nos iba a decir a nosotros que el apocalípsis iba a empezar tan cerca de nosotros tres? ¿Quién lo pensó cuando crecimos en nuestras casas, cuando íbamos viviendo nuestras vidas, cuando ninguno de los tres, jamás, nos habíamos visto? ¿Quién nos iba a decir que el final iba a empezar así?

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