miércoles, febrero 22, 2012

Fútbol

 Vivimos en un partido de fútbol. Y además no es un partido de fútbol cualquiera, es un partido terrible, violentísimo. Las gradas están incendiadas con llamas, las gradas rugen, insultan, los árbitros están comprados y hay que vencer pase lo que pase. Ahora da igual como juegue el equipo, eso ya lo solucionaremos, asuntos de táctica y entrenamiento, ahora hay que ganar, como sea. Hay pancartas colgadas de las gradas. Son ofensivas y nos reímos de esa ofensa. O no son ofensivas, porque en realidad no lo son, porque son adjetivos que en la sensatez a nadie ofenden, pero estamos en mitad del partido y cualquier vaciedad es insulto y pretende ofender y la grada celebra la ocurrencia del memo, porque el memo comanda este ejército de gritos. Abajo, en el césped, las cosas no varían. Los defensas llevan alfileres que incrustan en la piel de los delanteros cuando el arbitro gira la cabeza. Hay escupitajos y patadas. El balón no corre. Hace mil minutos que dejó de haber fútbol, lo que hay es otra cosa. Los aficionados no observan jugadas, un balón rodando con esmero y delicadeza por el suelo. Los aficionados quieren ganar, porque eso les otorgará la razón, una razón alejada de toda razón, pero les dará la razón o eso mostrará el marcador en el minuto noventa, un minuto al que, por otro lado, jamás se llega, porque este partido ya no se mide en tiempo o es un partido en el que nada se acaba. Nadie recuerda ya los goles, nadie sabe cuantos van, lo único que importa es éste minuto, éste y marcar cuanto antes y si se marca gritar y soltar la ira insultando al portero o al defensa estúpido que dejó camino libre a nuestro delantero del que ya no recordamos el nombre. Gol y vuelta a empezar. No se mira el marcador. Se mira a los jugadores de nuestro equipo y se les presiona, porque hay que marcar cuanto antes, otra vez, porque ya en la grada se han sumado, de nuevo, las ganas de gritar y ofender al adversario. Caen alimentos desde las gradas, los equipos se patean, nadie se percata, pero el balón a ratos, se queda aislado, en mitad del campo, ningún jugador se da cuenta. Allí está el balón detenido, inmóvil. En el césped lo que se sucede son marcajes a tipos que ya no saben ni donde están. Los entrenadores posan o gesticulan. Pero el balón sigue allí. Nadie corre hacia él y empieza una jugada, hilvanada, pases precisos avanzando, por el puro placer de jugar, hacia el gol. Ya nada de eso sucede, o quizá nunca sucedió. La grada grita, quiere ganar, porque le dará la razón.

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