jueves, octubre 13, 2011

No se culpe a la compañía de Correos

  L había escrito una larga carta a D. En aquella carta, no sin falta de épica y dramatismo, L narraba algunas visiones y opiniones y ciertas confesiones que D desconocía. La carta no llegó o L sospechó que no llegó al ver el prolongado silencio y falta de respuesta de D. Durante algún tiempo L no sabía que hacer, sí escribir una nueva carta contándole la anterior carta a D o esperar alguna respuesta un tiempo más. En medio de esa duda, que se prolongó, terminó pasando más tiempo y D seguía sin dar respuestas, sin mostrar síntomas de haber recibido la carta. Tras muchas dudas L decidió, finalmente, escribir una nueva carta a D donde le decía que, previa a esa carta, había escrito una que le interesaba mucho que hubiera leído y que empezaba a sospechar que esa carta no le había llegado. D, pasadas las semanas, tampoco dio respuesta a esta carta y aquello, lejos de darle respuestas a L, le introdujo en una extraña marea de confusión y preguntas. En este punto L no sabía si D había recibido las dos cartas o si no había recibido ninguna, lo que era evidente y que descartaba esa opción era que sólo hubiera llegado la segunda carta. Nadie quedaría mudo ante esa segunda carta en la que se hablaba de una primera que no llega. L, entonces, no supo que hacer, si enviar una tercera carta, narrándole lo sucedido con las dos anteriores o pasar de largo y comprender que sus confesiones habían producido un efecto contrario al esperado. De haber recibido las cartas, D habría concluido de una manera distinta de la esperada por L. L esperó paciente, abriendo ceremonioso cada mañana el buzón, con la fe de encontrar respuesta a ese extraño laberinto epistolar. Pasados los meses, sin reducir la angustia, decidió enviar una tercera carta. Solemne, contó lo sucedido con las dos cartas anteriores, que una primera carta llena de intensas confesiones y opiniones prácticamente intransferibles no parecía haber sido recibida y que pasado el tiempo había escrito una segunda para contar lo de la primera y que ninguna tenía respuesta y que por eso escribía esta tercera, con la esperanza de que esta si llegara y al menos hacerle saber que había habido dos cartas previas que no le habían llegado. Cerró el sobre, escribió direcciones, puso los sellos y fue a correos. Pidió un acuse de recibo, pagó un servicio más caro que aseguraba llegar en menos tiempo. Vio el sobre perderse entre otros sobres y cintas eléctricas en la inmensa oficina de correos central de la ciudad y tuvo, durante unos minutos, una forma de temor parecida al vértigo. Le hubiera gustado ir pegado como el sello, hacer el viaje pegado al sobre y asegurarse definitivamente de que D recibiría el sobre. Esperó respuesta, poco más pudo hacer. Hasta que el buzón, definitivamente, le regaló la imagen de una carta de D. La abrió en el portal, casi con violencia, con ansiedad. Desplegó el folio, reconoció su letra:

 Por favor, no soy D y me temo que la D a la que escribe no existe. No insista más. Déjelo ya.


 C

 Subió hasta su casa por las escaleras. Se sentó en el escritorio, cogió un folio blanco y un bolígrafo de punta fina, de los que se deslizan suavemente, casi como pluma y que son los que prefería usar para escribir:

  Querida D:


  te escribí tres cartas previas a esta, pero algo raro sucede...

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