martes, octubre 18, 2011

El hombre y la tierra

   Desde la altura contempló durante un buen rato la forma en como iba cayendo la montaña, la distribución de los árboles, el colorido dispar de las hojas, el ritmo variable en que estas iban cambiando de color  e iban formando una suma inabarcable de colores que parecían casi la suma de uno, pero sin embargo no había, prácticamente, dos hojas igual. Entonces rezó, durante un buen rato entre leves suspiros de gratitud, rezó. Creyó ver el orden preconcebido, la gran obra en aquella extensión milenaria. Rezó y agradeció la existencia, la suya,  el regalo de vivir y el privilegio de habitar en ese planeta creado para los hombres: a medida, hermoso, exacto. Un engranaje basado en la belleza. El colorido de las hojas y la extensión de la tierra describiendo un texto escrito por ese Dios misericordioso y solemne, le parecían una obra única; la cadena infinita del cosmos describiendo la existencia de ese ser superior que por motivos imposibles, inexplicables e inalcanzables, había generado la vida, el correr de las cosas; había arrancado el tiempo, el infinito. Sintió ganas entonces de saltar, el frenesí de sentirse vivo; y consciente de su existencia y del privilegio de haber sido una de las formas de existencia elegidas por ese dios perfeccionista e inmenso, le producían una forma de felicidad casi insostenible. Hubiera gritado, pero gritar suponía alterar, de alguna manera, el orden de todo aquello, de toda aquella inmensidad. Entonces se puso de píe, notó una gota, la anunciación de la lluvia. Velozmente sacó su chubasquero, se cubrió. Pensó que lo correcto sería empezar a caminar montaña abajo, pero esperó unos minutos, disfrutando de ese encuentro a solas con la eternidad o con ese instante eterno. Miró arriba, a velocidad de vértigo las nubes se desplazaban, todo lo abarcado con su mirada, estaba cubierto ya de nubes. Creyó escuchar un perro ladrar, puso atención pero no volvió a escucharlo. Se quedó quieto. La lluvia arrancó con violencia. Se fue empapando y decidió empezar a bajar la montaña, el camino era largo. Encontró con facilidad el camino de regreso, pero algo le parecía distinto. Primero: ese efecto de lo inverso, el camino al revés, hacia abajo, siempre difiere del que se ha hecho previamente hacia arriba. Son otras las vistas, otras las dimensiones de lo que se ve, pero más allá de eso, le pareció que el camino, quizá por la lluvia, se había deformado. Avanzó atosigado por la lluvia, el sonido de las gotas sobre la tierra producían un ritmo amable y repetitivo. Bajó concentrado, mirando con atención el camino estrecho que avanzaba entre la frondosa montaña. Se habían ido formando pequeños ríos que se sumaban a otros ríos. Volvió a escuchar a un perro. A veces se resbalaba.  Encontró la desviación que recordaba, el camino a partir de ese instante se ponía más accesible. Caminó con más seguridad. Sus botas iban llenas de barro. Con decisión y firme hizo el resto del camino hasta su coche. Cuando llegó al coche abrió la puerta. Encendió la calefacción y se metió. En el interior se quito todas las ropas empapadas. Las fue guardando en bolsas de plástico, las metió en la mochila y se quedó en calzoncillos, sintiendo el calor de la calefacción del coche en su piel húmeda y fría. Por la estrecha carretera, un coche pasó en la curva anterior que giró y siguió subiendo. Encendió la radio. Escuchó unos minutos. Un locutor hablaba en tono constante sobre personajes, le escuchó atentamente. Por la ventana entraba lluvia. Sintió una nausea, una nausea profunda. Una nausea pasajera, que vino y se fue. Apagó la radio. Lanzó el dedo al cristal frontal, trazó un dibujo al azar. El dedo lo desplazaba por la capa de vaho. El dibujo le recordó a una constelación, un lugar remoto. Un lugar lejano. Pensó en la imposibilidad humana de viajar en el tiempo y también en lo que le gustaría desplazarse por galaxias. Avanzar sin detenerse durante siglos por ese todo absoluto, el todo total. Trazó otro dibujo al azar. Ese nuevo trazo le pareció un gato, pero un gato con aspecto humano, un gato que le recordó a su gato, al gato que tuvo de pequeño cuando vivían con sus padres. Miró el trazo gato, lo miró, lo borró. Sin darse cuenta la marca que habían dejado sus manos habían creado un nuevo dibujo en el cristal frontal. Ese nuevo dibujo le parecía incomprensible, extraño, caótico, desoncertante y por motivos inexplicables le producía desasosiego. Lanzó de nuevo las manos y las extendió por todo el cristal quitando todo el vaho. Arrancó el coche y empezó a bajar carretera abajo. Las curvas cerradas le obligaban a ir muy concentrado. Siempre descendiendo.Algunos kilómetros más abajo llegó al pueblo. Detuvo el coche, bajó y en ese instante se dio cuenta de que aún iba en calzoncillos. Se metió rápido en el coche, pero inevitablemente unas chicas que fumaban bajo un soportal ya le habían visto. Arrancó y condujo indefinidamente y sin destino.

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