domingo, octubre 16, 2011

Historia del Señor B

 El señor B vivía en la casa que había pegada al hotel en las afueras de un pueblo pequeño en la sierra de Cedros. Realmente no era un hotel, tampoco era una casa al uso la del señor B. El hotel era una construcción de dos pisos, con algunas habitaciones y una finca amplia y poco cuidada, la casa del señor B estaba dentro de la finca y se desconocía la razón por la que ese hombre y los tres hijos ocupaban ese lugar. Nadie lo cuestionaba, nadie ponía peros ni dudaba de su presencia. En el hotel, si aquello era un hotel, vivía una pareja con un hijo, el hijo jugaba siempre con los hijos del señor B, pero la pareja y el señor B, a pesar de la cercanía, jamás mantenían conversación, ni un trato más allá del saludo. Evidentemente la relación era extraña porque la finca estaba apartada de todo, terriblemente fría en invierno y soleada y agradable en verano, jamás era visitada por nadie. La pareja desconfiaba del señor B y el señor B no hablaba, mantenía no sólo distancia con el mundo, sino que realmente parecía habitar lejos, en algún lugar inaccesible de un planeta desolado y perdido en el año 7019. La pareja observa con desprecio el trato de el señor B a sus hijos, este pasaba el día deambulando en incomprensibles actividades en la inmensa finca, en los terrenos inabarcables de aquel lugar remoto y no llevaba jamás a sus hijos a la escuela, no les preparaba ninguna de las comidas diarias y andaban siempre con ropas viejas y sucias. La pareja sabía que el señor B había enviudado tres o cuatro años antes, cuando el tercer hijo acababa de nacer y los niños, tan pequeños aún tenían que aprender a subsistir diariamente. El mayor preparaba bocadillos anárquicos para los tres y acudían a la escuela cuando el hombre de la pareja del hotel, indignado, los montaba en el coche y los acercaba solidario hasta la escuela en el pueblo, a nueve o diez kilómetros de distancia. De resto nada ordenaba aquella casa, cada uno se regía por sus instintos; esa parecía ser la lección educativa del señor B, que se perdía entre los árboles y volvía a las horas con alguna rama o alguna piedra, observándola como quien ha encontrado un preciado tesoro. A veces hacía extraños apaños a la casa, colgaba cristales de un modo indescifrable por el patio, extendía tuberías con trozos de otras tuberías y plantaba semillas, a veces empezaba a levantar tabiques que terminaba derrumbando días después. Claro que, eso lo reconocía la pareja, no había desorden, ni ruido, ni malos olor; salvo por la actitud extraña hacía sus hijos y hacia él mismo, nada era recriminable en el señor B. Nada era reprobable pero todo era desconcertante y preocupaba a sus vecinos el modo en que el señor B entendía el mundo y ese mundo que trasmitía o que simplemente no trasmitía a sus hijos. Unos hijos que parecían una forma peculiar de nómadas o unos gatos deambulando por aquella finca lejana. Unos niños que desconocían el mundo porque de alguna manera no habitaban en él.

 Esa era la rutina del señor B y sus hijos, una no rutina. Sus tres hijos deambulaban siempre cerca de la casa, jugueteando con el hijo de la pareja a juegos deportivos con extrañas normas o inventados en el momento y que al hijo de la pareja tanto le atraían. Esa era la rutina hasta aquella mañana en que el señor B vestido de un modo distinto a lo habitual, besó pausadamente a los hijos, habló con ellos dos o tres frases en las que confesaba necesitar viajar un tiempo y cambiar de aires y que volvería en algún tiempo. Eso pasó y eso vio la pareja desconcertada desde su porche: el señor B abriendo la puerta de fuera y saliendo a la carretera y perdiéndose por el asfalto hacia abajo, en la dirección opuesta al pueblo y desapareciendo. Esos vieron mientras los hijos volvían a planear un partido de un juego indescifrable en el que siempre perdía el hijo de ellos. Eso vieron y luego la quietud y los tres chicos deambulando día y noche por la finca, comiendo frutos y cosas que iban encontrando.

 Nadie supo más del señor B, hasta veinte años después. Veinte años no son nada pensó el hombre frente a la puerta que ese tiempo atrás le había visto salir. El señor B sintió el golpe de la memoria, recordó con exactitud los días que vivió allí veinte años antes. Los olores, las distancias, la luz. No pensó nada salvo la felicidad relativa que le dio encontrarse de nuevo con ese lugar donde había estado tranquilo y había convivido en armonía con esos chicos a los que ahora iba a buscar. Levantó el cierre y abrió el portón bajó el camino de tierra y se encontró con un japonés con el que no supo comunicarse. El japonés estaba agitado, tenso, neurótico. Le miró fuera de sí, el señor B quiso preguntar, cuando vio una ambulancia que salía a trompicones por el camino. El señor B vio la casa, su antigua casa vacía, había grafittis con los nombres de sus hijos por todas las paredes, en la casa que antes vivía la pareja ahora vivían tres japoneses. Uno de ellos, el único que conservaba la calma, le hizo entender que ese era el último de los tres chicos que quedaba vivo, que seguramente no llegaría hasta el hospital. El señor B, entonces, desconcertado, con dudas, sin entender del todo por qué, comenzó a correr a un ritmo relativamente rápido tras la ambulancia. LA ambulancia giró hacia el pueblo, lenta, porque la carretera seguía destrozada después de tantos años, el señor B, a su velocidad, casi podía seguir la ambulancia, preguntándose cual de sus hijos sería el que iba ahí dentro. La ambulancia daba botes y saltos con los profundísimos baches del asfalto, hasta que alcanzó una recta algo mejorada y aceleró y se perdió lentamente. El señor B, entonces, se frenó, miró a los lados y por primera vez no supo donde ir.



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