lunes, marzo 05, 2012

La llegada (2)

 Mi padre llevaba un polo rojo, pantalones vaqueros y zapatos sin calcetines. Era un tipo tremendamente contenido o sentía un pudor desproporcionado ante las emociones o determinadas emociones. Creo que el mes y medio que llevaba sin vernos debió ser pesado y agotador y creo, también, que en algún momento todo aquel asunto de Venezuela le dejó de parecer tan lleno de virtudes y vislumbró en el Ávila o en algún cerro de Caracas o en alguna avenida de El Marqués la posibilidad de ciertos defectos en aquel viaje, en la decisión de Venezuela. Creo que le había cambiado el tono de la piel, no porque hubiera tomado el Sol, sino porque, inexplicablemente, cuando te vas a vivir a otro país te cambia el tono de la piel; como si el ser humano tuviera enormes semejanzas con el camaleón, pero un camaleón peculiar. Creo que eso pensé, que mi padre era un camaleón, pero no épico o potente, un animal, sino un camaleón poeta, un camaleón que siente distancias con el hecho de ser camaleón. Nos besó y sonrió y miró a mi madre y supongo, pero eso lo supongo ahora, que tendría ganas de hacer el amor con ella, por muchas razones, pero entre otras porque la humedad del trópico incitan a hacer el amor y porque llevaba un mes o casi dos sin verla y la miraba, la miraba mucho, como si la conociera por segunda vez.

 Nos montamos en el coche y ahí ya hubo una especie de señal, una señal de esas que no lees en el momento ni dos años o cinco después, sino veintitrés años después. Mi padre ya tenía coche, se había comprado uno nada más llegar y cuando lo vimos allí, en el parking de Maiquetía sonreímos al ver que era el mismo, la misma marca, el mismo modelo de coche que el que mi padre tenía en Vigo. Nos montamos. Hacía calor y todo, todo, desde ese instante, era una especie de no tiempo. Parecía, unos segundos, que estábamos en una era inexplicable y otros segundos que estábamos en un futuro post apocalíptico para pasar, segundos después, a un pasado ficticio. La línea temporal, en cualquier caso, no parecía la línea temporal de siempre. Como si el año ochenta y nueve hubiera dejado de ser el año ochenta y nueve y fuera otro año, ni delante ni detrás, pero otro año, otro ochenta y nueve.

 Comenzó entonces uno de los recorridos en coche más tremendos y contundentes de mi vida. La carretera subía, iba ascendiendo permanentemente: las hojas de los árboles a píe de carretera, los coches, los otros coches, el asfalto, las caras de los que iban dentro de los coches, el sonido de las cosas, las líneas de la carretera, las señales de tráfico, la velocidad del coche, el movimiento de las nubes, todo, ni una sola cosa, sino todo, todo era absolutamente diferente. Y en cierto modo, sin ser evidente, mi madre y mi hermano parecían otros e invisiblemente les estaba mudando la piel y estuve a punto de decirlo, pero no lo dije sino que me miré las manos, me las miré y miré a los coches de los lados y un tipo con bigote, un bigote fino y muy muy oscuro, me miró desde su coche y sonrió y me guiño un ojo, estoy convencido de que ese tipo era el hermano tropical de mefistófeles, una versión caribeña, una división más alegre, más disparatada, pero igual de terrible. Creo que en ese momento, justo en ese momento empezaron a aparecer los ranchitos y los cerros llenos de ranchitos y traté de contarlos, pero es imposible porque los cerros son cerros de ranchitos amontonados de un modo absolutamente y racionalmente imposible. Una obra arquitectónica fuera de toda realidad y de todo planteamiento, ranchos sumados generando un efecto visual peculiar porque donde veías uno si mirabas unos segundos veías salir dos y luego tres y donde había tres había cinco y ropa colgando y gente sentada en ventanas fumando y carteles con nombres de partidos políticos o candidatos pintados en las paredes. Siglas como jeroglíficos raros: CAP o AD y luego ponía El gocho y otras palabras que parecían palabras deformadas y todo eso pintado en paredes de algunos de esos ranchos o en los lados de la carretera por la que avanzábamos  con colores chillones, sólidos, a brochazos contundentes. Miré a mi hermano que miraba con fascinación, pero una fascinación distinta a mi fascinación, la fascinación de mi hermano era roja o naranja y verde, creo que la mía era azul.  Sin más matiz, una fascinación absolutamente azul. Entonces pasamos un túnel y de golpe, al salir de ese túnel, apareció Caracas. Así, de golpe, como una masa cósmica, como una piedra milenaria. Había bifurcaciones de la carretera, coches de épocas pretéritas, motos raras, con diseños desconcertantes y conductores siderales, abstractos. Montañas con edificios allí, en la cima, edificios inalcanzables y la ciudad se extendía paralela a esa montaña definitiva, la montaña monumental. Mi padre giró, vimos un campo de béisbol y las dimensiones de un campo de béisbol, la forma del campo de béisbol, acostumbrado a los campos de fútbol, me parecieron una locura, una jodida locura, una locura irremediable, una locura delirada, una locura total, sin paliativos. Entonces mi padre con el coche que era igual que el coche que teníamos en Vigo, pero de otro color, avanzaba por la autopista del Este. Vimos anuncios de Coca Cola, anuncios de Sony, de Technics, anuncios de productos locales, Harina pan, Toddy. ¿Qué era la harina pan? me pregunté, ¿qué puede ser la harina pan, si la harina luego es pan? si el pan es harina o viene de la harina y la harina da pie al pan ¿qué podría ser aquello? Y la autopista iba pasando zonas, zonas distintas porque las ciudades que yo conocía no se parecían en nada a esa ciudad, pero sobre todo los coches que yo había visto en mi vida no se parecían en nada a esos coches que iban junto a nosotros, por la autopista del Este y salvo el de mi padre, todos los coches eran distintos, mucho más grandes y en vez de avanzar parecían ir flotando, como si se prolongaran. Coches que me hacían recordar a Harry, el sucio o a Starsky y Hutch. Mi madre iba hablando con mi padre y de vez en cuando nos miraban, pero nosotros íbamos mirando todo como si al salir del avión o al salir de Vigo nos hubieran proporcionado una droga demasiado bestia, demasiado salvaje, demasiado psicoactiva. Creo, lo creí en ese momento y lo creo ahora, que sentía, permanentemente, como si me hubiera ido a vivir a la década de los setenta. Evidentemente en ese momento no tenía demasiadas referencias claras sobre la década de los setenta, pero todo me hacía pensar que estaba en los setenta hasta que mi padre tomó un desvío y salió a una calle y las calles aún potenciaron más esa sensación abstracta y conceptual de estar en los setenta. Las aceras, la ropa de la gente, los andares de los que iban por la acera y los tipos que vendían perros calientes y hamburguesas en las aceras eran, si cabe, una exposición de mi concepto, nada claro y evidentemente trastocado, de los setenta. Llegamos a un hotel. Un hotel pretencioso y peculiar, como casi todos los hoteles del mundo. En la recepción había un tipo moreno con bigote que atendió a mi padre le dio las llaves de las dos habitaciones y nos ayudó a subir, a un lado, en el hall, había una televisión encendida un tipo alegre y bonachón anunciaba una mantequilla. El tipo tenía un instrumento en la mano y sonreía y tenía un acento casi cantado. El anuncio, la estética del anuncio, la voz de los locutores, la estética del producto y de los rótulos me impresionaron, de todo lo que había sucedido hasta entonces lo más traumático, lo más alucinado, fue ver aquel anuncio, un anuncio que nos recordó a mi hermano y a mi que ya no, que la normalidad o esa forma inventada de normalidad que es la normalidad se había fulminado definitivamente, si es que en algún momento había existido. En el ascensor bostecé y noté el sueño, un sueño acumulado, un sueño de décadas, atemporal. Entré en la habitación con mi hermano, nos lanzamos en la cama y luego nos asomamos a la ventana, ya había anochecido y los cerros estaban iluminados. Mi hermano dijo algo, algo sobre los cerros, sobre la ciudad, algo inaudible, algo definitivo, creo que sintió tristeza o desasosiego, a mi, la imagen de esa ciudad iluminada como una especie de belén psicotrópico me produjeron una sensación amable y extraña, la sensación absoluta de la novedad total, como si todo estuviera vacío y lleno a la vez y creo que tenía sentido percibir eso: el vacío y la plenitud. Todo se había vaciado y todo se había llenado. Eran las dos cosas a la vez y era hermoso ver los cerros, la exageración de luces en los cerros. Entonces mi madre entró y nos dijo que nos íbamos a cenar.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Que bueno, que bueno, que bueno! Los anuncios ininteligibles, los bigotes, el acento cantado, tu vida que se vació y se llenó al mismo tiempo...brutal.

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