domingo, marzo 04, 2012

El vuelo (1)

 La primera vez que volé en avión crucé por encima del atlántico. El vuelo fue Santiago de Compostela- Caracas, haciendo escala de una hora en Oporto. Recuerdo la mañana, recuerdo vestirme, recuerdo la lluvia, porque llovía. Recuerdo una forma nerviosa de emoción. Iba a volar por primera vez y además por primera vez me iba de mi país y no volvería o volvería muchos años después o no volvería sino que volvería pero no siendo yo o siendo yo pero siendo otro. Creo que también era la primera vez que volaba mi hermano y creo que los dos estuvimos desde la madrugada con cierta tensión, porque nos íbamos, porque llovía y porque uno sospechaba que volar en avión requería de cierta concentración y cierta astucia, como si en cierta manera el avión dependiera, también, de tu capacidad y habilidad para ser pasajero. El caso es que salimos de Vigo a las siete de la mañana. Fuimos en coche hasta Santiago, nos llevó Paco, un tipo silencioso y con bigote. Un tipo que hablaba poco y cuando lo hacía parecía que estaba hablando diez años antes de ese momento o como si en realidad mi madre, mi hermano y yo, que éramos los que íbamos a ir al avión, supiéramos que a Paco no le volveríamos a ver jamás, pero estábamos profundamente agradecidos a Paco porque el trayecto hasta Santiago era largo, un par de horas, creo y llovía.

 Mi madre iba adelante, con Paco. Nosotros dos íbamos atrás con las caras pegadas a las ventanillas. Imaginándonos volar y supongo que imaginándonos Caracas y llovía en Galicia, lo cual no es una novedad, pero ese día, como tantos días, también llovía. Creo que a veces miraba al cielo con la remota esperanza de ver nuestro avión pasar y pensar que allí arriba íbamos nosotros, porque como jamás había volado en avión le otorgaba poderes sobrenaturales, y entre ellos el de la bifurcación temporal. De este modo podría ver nuestro avión por el cielo de Galicia en dirección a Caracas, previa parada en Oporto, lo cual, evidentemente, no sucedió, entre otras cosas porque el cielo estaba terriblemente encapotado y gris y porque además esas cosas no pasan. Los aviones, lo supe un poco después, no bifurcan el tiempo ni a los hombres, si, quizá, divide las cosas o las vidas de la gente. Uno tiene una vida, se monta en un avión y ahí, quizá, empieza otra etapa de tu vida, al menos eso nos sucedió a mi madre, a mi hermano y a mi, creo que a Paco no, entre otras cosas porque no se montó en el avión, nos dejó en el aeropuerto, nos abrazó y nos deseó suerte. Yo creo que Paco se emocionó, diez años atrás, en ese tiempo remoto que vivía cuando hablaba, pero se emocionó.

 Era diciembre, 10 de diciembre. Mi madre nos había dicho, al despertar pronto en Vigo, que nos abrigáramos bien, que hacía muy mal día . Yo llevaba un jersey que me había comprado en la calle Príncipe de Vigo y unos zapatos que no recuerdo, tampoco recuerdo el resto de la ropa, pero sé que iba muy abrigado, también mi hermano y mi madre. Mi madre iba realmente guapa, porque mi madre siempre fue muy guapa. Lo pensaba yo, mi hermano, pero también mucha gente. A veces me desconcierta pensar que en aquel momento, el momento del aeropuerto, en Santiago ese día lluvioso de diciembre, mi madre tenía treinta y seis años. Nos subimos al avión, un avión que a mi me pareció exageradamente grande, quizá no era tan grande, seguramente era normal, pero yo lo vi gigante, desproporcionadamente grande. (Tan grande como la palabra desproporcionadamente). Recuerdo el despegue. Mi madre nos miraba y acentuaba los gestos, yo creo que para que nosotros nos emocionáramos, si cabe, un poco más.Yo  imaginé cosas bastante psicodélicas con respecto a la experiencia de volar y estar despegando. La tierra ahí abajo, las azafatas andando por el pasillo, los asientos, las maletas, mi madre, mi hermano y yo, todo, todo me parecía contener algo indescifrable y tremendamente desmesurado, algo sobrenatural y cotidiano, algo muy sorprendente. Además poco después del despegue pensé en Kiko, mi mejor amigo al que no volvería a ver, también pensé en Diana, la hija de la peluquera que besaba en las escaleras del edificio de enfrente de mi casa. Pensé, curiosamente, que el avión se parecía a los besos de Diana, que no besaba bien, pero como siempre comía chupachups le sabía la lengua a fresa y para un inexperto besador que los primeros besos sepan a chupachups de fresa era un autentico delirio. También pensé en Bernardo, el profesor de teatro y educación física, que me caía bien, pero que ahora lo recuerdo como un imbécil y del que me fui a despedir y le dije que me iba a vivir a Caracas y él me dijo que esa despedida era total, porque con toda probabilidad jamás nos volveríamos a ver y veintitrés años después lleva mucho camino de tener toda la razón o igual no, igual dentro de quince años nos cruzamos, cuando hayan pasado treinta y ocho y entonces le diré: "Bernardo, gilipollas ¿ves que no tenías razón?" Pero sobre todo pensé en Kiko y aún hoy, a veces, pienso en Kiko. Y miraba a mi hermano que no sé muy bien en quien pensaba y los dos, lo sé, mirábamos a mi madre y lo que sentía me daban ganas de llorar porque en aquel avión los tres, en realidad, volábamos hacia lo indescifrable o por qué no decirlo, hacia el enigma, una forma peculiar y cálida de enigma, pero el enigma: el enigma de la humedad.

 Comimos un pollo raro, un pollo raro con una salsa rara, pero comimos con hambre. Pusieron una película protagonizada por Bill Murray. Bill Murray y su pelo, un pelo que estoy seguro va a ser el tipo de pelo que tenga dentro de unos pocos años. Como si Bill Murray apareciera en los monitores del avión para decirme: "Sí, quizá aún ni te has masturbado, quizá queda mucho trayecto, pero un día, dentro de algunos años, tú también tendrás este pelo" En ese momento no lo sabía y evidentemente no entendí así la aparición de Bill Murray en las pantallas del avión, pero luego, claro, los años me hicieron entenderlo.

 A veces nos asomábamos a las ventanillas, aunque a nosotros, a los tres, nos asignaron pasillo, pero nos asomábamos de vez en cuando, creo que aprovechando cuando los de al lado se iban al baño. Mi madre se quedó dormida, nosotros jamás. Mi hermano y yo nos reíamos de asuntos diversos, quizá del pelo de Bill Murray o de algún compañero de avión, pero no dormimos. Mi hermano me preguntó si estaba nervioso, le dije que no. Todo el rato, todo el vuelo, me imaginaba constantemente como sería una playa en el Caribe y me acordaba de una foto que vi un día con Antonio Sanchez y con Kiko, una foto de una islita muy pequeña llena de palmeras, vacía y con una tortuga, en cierta manera pensaba en esa playa o que Venezuela entera era esa playa, esa islita y los venezolanos esa tortuga. Cada vez que nos asomábamos pensaba que vería la islita, pero no la vi, aunque tengo que confesar que meses después la vi, la encontramos, pero no a la tortuga. Recuerdo que no nos quitamos el jersey en todo el viaje, no por nada, no por ningún motivo, pero no nos lo quitamos. También recuerdo que el comandante anunció que a uno de los lados estaba Isla Margarita y todo el mundo se asomó, entraba una luz poderosa por las ventanillas. Me asomé, pero no vi nada, vi el mar, pero alguien me empujó y también a mi hermano y mi madre estaba leyendo y nos volvimos a sentar. Creo que mi madre, entonces, en ese instante, fue consciente que se había convertido en emigrante y creo que justo ahí, por primera vez, sintió vértigo de haberse largado de España y creo que pensó que a partir de ahí, de sobrevolar Margarita, nada volvería a ser igual. Sin embargo nos habló de las playas y de que nuestro padre estaría esperando en el aeropuerto y comenzó el descenso. Un descenso tremendo porque el vuelo, el avión, no eran más que una transición y despistadamente, nosotros habíamos creído que el avión ya era estar fuera, pero el avión no era más que un pasillo y creo que los tres nos emocionamos y sé también que silenciosamente, casi telepáticamente, hicimos un pacto, un acuerdo, creo que soldamos algo, algo insondable, algo orgánico, algo sigiloso, algo tremendo, y el avión iba descendiendo y sentí que todo, todo había quedado muy atrás, pero no atrás, allí, a la espalda o al otro lado del mar, sino atrás, en el atrás total, en el atrás definitivo, en un atrás irrevocable y el avión pegó, con cierta brusquedad las ruedas en la pista y mi madre gastó una broma o hizo una metáfora hermosa que nunca más he recordado. Y aterrizamos y un grupo de tipos peculiares aplaudieron con cierta euforia y le pregunté a mi madre el motivo y ella dijo que algunos aplaudían por el aterrizaje y otros porque la película de Murray había terminado.

 Luego de algunos giros y vueltas a velocidad de tortuga, el avión se detuvo. Salimos y nada más salir, todavía con el jersey, sentí el calor y la humedad de Venezuela: una humedad hermosa, una humedad abrumadora y que excita y desgasta en partes iguales, una humedad que no se conoce porque es otra forma de humedad, en cierta manera esa humedad lo cambia todo. Nos quitamos el jersey y caminamos. Cada paso, cada vez que ponía el píe en el suelo pensé, ineludiblemente, que estaba en Venezuela. Al final, luego de recorrer tramos y asuntos diversos, vimos allí, detrás de gente, a mi padre. Estaba allí, esperando. Creo que ahí, exactamente ahí, empezaba todo.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Me emocioné mucho con este post. Se me aguaron los ojos varias veces, y me reí con ellos aún húmedos. Con esa humedad que viene de Venezuela, porque no puedo llorar con otra.

CL

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