viernes, marzo 09, 2012

Amanece (3)

  La primera mañana que desperté en Caracas lo hice algunos minutos antes que mi hermano. Hay un ruido, una atmósfera que acompaña a Caracas, que no puedo describir y que durante el resto de mi vida ha sido una obsesión, es un ruido que a veces he dudado que los otros escuchan porque soy incapaz de verbalizarlo. Es una suma de ruidos diversos, de tráfico, de aires acondicionados, de respiraderos de centros comerciales, que en Caracas producen un efecto novedoso y único, es el ruido de Caracas. Es una atmósfera urbana contundente y casi silente, que camina por debajo, casi, de la capacidad auditiva del ser humano.  Es un sonido grave  que flota y no sabes del todo que lo estás percibiendo. Ese sonido lo percibí de golpe, como una bienvenida, en esa habitación de hotel la primera mañana que desperté en Caracas. Me acerqué a la ventana de la habitación y descorrí la cortina, una cortina lejana, no de una era lejana o de un año lejano, sino lejana por inhallable; esa cortina no fue creada por los hombres, esa cortina era previa al universo. Me asomé y vi una avenida, pero la avenida, a pesar de la vegetación que ofrecía, no fue lo que me llamó la atención. A mi lo que me marcó para el resto de mi vida fueron los coches en esa mañana de Caracas. Las máquinas del hombre. Uno entiende la evolución del ser humano mientras diariamente va comprendiendo su estética, mientras comprendes las curvas, el diseño que protege esa evolución desmesurada, pero si las mismas máquinas, la misma tecnología, trae consigo una estética novedosa, de repente volveremos al primate y nos fascinamos como ese primate ante la máquina de metal y sus capacidades. Eso sentí con los coches desde aquella ventana de un hotel de Caracas. Aquellos coches, que eran mecanismos absolutamente semejantes a los coches que yo conocía, estaban cubiertos de un envoltorio más grande, tanques  robustos que sin embargo avanzaban con fluidez.  Las ruedas, las líneas, la amplitud, las formas eran nuevas y de repente, de nuevo, el primate se encontraba con la máquina. Entonces esa forma de curiosidad y fascinación fue un impacto, porque en aquella ventana había un individuo asomado al siglo veinte, sorprendido y nostálgico, fascinado y desconcertado por la evolución del hombre.

 Caracas amanecía y brillaba. Abajo un tipo vendía zumo en la acera. Una tipa alta, con un culo sostenido en la nada, casi flotando, un culo perfecto, le pagaba y salía caminando con un vaso de plástico. Cada pocos segundos, tipos en motos frenéticas y frágiles, pasaban de un lado a otro. Los coches, aquellos coches gobernaban la cadencia de la avenida. Coches antiguos y que resultaban, para el primate, poderosamente modernos, post modernos, inalcanzables, fluían bajo el ruido de Caracas, como si en el fondo todo fuera asociado, como si cada coche, cada moto, el zumo, la tipa, el puesto destartalado del vendedor de zumo, el ruido silente y grave, estuvieran colgando de un hilo invisible, pendieran unos de los otros. Un hilo eléctrico, vibrante, un hilo frenético, que sin embargo el primate no llevaba. El primate miraba desde el cristal, con la nariz pegada sin comprender nada de la imagen y sin querer, en el fondo comprender; sino sólo mirar el hilo, el hilo colgando de unos a otros, el hilo eléctrico. Un hilo que vibra y sacude.

 Mi hermano despertó. Creo que no habían pasado más de treinta o cuarenta segundos. Sin embargo, en esos segundos, en esa imagen  de hilos y coches imposibles, en esa imagen mecánica y tropical, quedó perpetuada, para mi, la sensación Caracas; una sensación hermosa y deslumbrante, una sensación de lejanía y orgásmica. El primate en el mundo nuevo. Mi hermano también se asomó. No recuerdo que hablamos. Reímos, seguro reímos. Sé que desde ese instante sucedió algo importante. Comprendí que mi hermano era algo más que la palabra hermano. Desde ese momento entendí que mi hermano era la única persona de los millones de habitantes del planeta que podría entender con precisión lo que sucedía. Mi madre, mi padre nos sacarían de los fuegos, pero mi hermano era lo único semejante a mi. Comprendí que en ese mundo nuevo, en esa era sideral, iba acompañado en el viaje con otro primate. Sólo el que ha viajado en el tiempo con otro compañero puede comprender lo vital de esa relación en ese destierro del tiempo y del vacío.  Entonces salimos a Caracas. Nos hicimos parte del ruido y la mecánica sideral, de la humedad y de la vegetación del trópico.


1 comentario:

Anónimo dijo...

Esto me sorprende al extremo. Yo, que siempre estuve pendiendo de esos hilos invisibles del ruido de Caracas, una vez me dí cuenta de él, del ruido que la caracteriza, y se me ocurrió que cada ciudad del mundo tenía que tener su propio "fondo musical" de ruidos que le caracterizaba. Entonces tuve una idea...de recolectar los ruidos de cada ciudad y "samplearlos" en un sintetizador (muy típico de aquella época) y hacer música con eso.

Creí que era una idea rebuscada. 20 años más tarde lo sigo pensando, pero ahora descubro que no fui la única persona en pensarlo.

CL

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