lunes, abril 08, 2013

Caminos

 Tardó en entrar aquella primavera. Llovía mucho y el cielo estaba permanentemente encapotado. Los campos estaban esplendidos. El verde salpicaba los ojos, como si se le hubiera pasado una capa de pintura brillante y un grupo de personas se hubieran afanado en ir pasando un trapo para quitar el polvo. Relucían las montañas del sur y la brisa era pura; respirar se había convertido en un acto agradable. Me hubiera gustado que el Sol hubiera tenido más presencia. Son hermosos esos cálidos días de marzo que anuncian que el invierno, pese a su apariencia, también es débil, también es caduco. Ese año no tuvimos eso, y en cierta manera, el invierno pareció decir que era duro como un gigante mitológico. Me dediqué a caminar mucho. Me compré unos zapatos de esos que usan los tipos que caminan de un modo casi competitivo, adornados con prendas precisas y sofisticadas que le quitan cierta magia al acto de caminar por caminar entre las montañas y los bosques. Lo que me gustaba de aquellos zapatos contundentes y duros es que no evitaba los charcos. Los pisaba casi con provocación. Como si el muchacho lejano que habitaba en mi tuviera esa prohibición de pisar charcos clavada en la médula. Me encantaba no esquivarme del camino, pasar sobre ellos sin darles importancia. Los campos, los bosques estaban húmedos, muy húmedos. Todos aquellos meses caminé mucho, muchísimo. Me aficioné a esa noble práctica. Recorrí caminos escondidos, desconocidos. Rutas inaccesibles, llenas de recovecos. Llegué a sitios maravillosos, realmente bonitos, no tan lejos del pueblo. Me perdí torpemente alguna vez. Descubrí, en cierta forma, que andar tiene una cadencia constante y que conviene conocer cuál es tu ritmo, que no es siempre el mismo, que cada día es otro. Quizá en esa amable práctica logré desviar los grandes maremotos. Comprendí que había una forma de cambio o de viaje en cada zancada, que nunca se es el mismo. Quizá en esas grandes caminatas de horas, que me llevaban a esquinas remotas de las montañas del Sur encontraba un sosiego, o una forma de huida diferente. Una huida que curiosamente siempre terminaba en el pueblo. Esos regresos diarios me hacían comprender que nunca se regresa siendo el mismo. Que el regreso significa, de por si, transformación. Que en el regreso se esconde otra forma de aceptación y de amable resignación. Al final vuelves y volver no es únicamente volver, cuando se vuelve ya el pueblo también ha cambiado. El camino que te trae lo hace desde un lugar en el que algo cambiaste, algo aceptaste, también las ampollas y esas durezas que van naciendo en los pies. Las zancadas vienen de nuevos ritmos. También comprendí la fatiga y cansancio. Inapreciablemente los kilómetros fueron aumentando, mi resistencia creció. Me fui animando a aceptar más kilómetros en las excursiones, a no volver, incluso a dormir fuera, en mitad de esos nuevos caminos. El círculo se ampliaba. también eso es la seguridad. Creció mi confianza como caminador. Acepté largos trayectos. Volvía a la semana, a los quince días. Entró el verano, las temperaturas me permitían dormir en el exterior, acepté viajes maratonianos. Quince días de caminata. Excursiones tremendas, por caminos complejos, llenos de dificultad. Caminé hasta el hastío. Me planteé no marcarme un fin. Caminar adelante sin un punto de retroceso. Avancé. Avancé por montañas peliagudas, atravesé mesetas áridas, pasé de largo por ciudades monstruosas, crucé fronteras, países, alcancé otros continentes, hablé con otros caminadores. No encontré una marca, una referencia para volver. Entrecrucé caminos, los puntos cardinales. Un día me vi entrar por caminos conocidos, aquellos primeros pasos de principiante. Reconocí aquellas amables rutas. Por curiosidad las seguí. Por una cierta melancolía, por recordarme en aquellas primeras y modestas caminatas. Vi el pueblo, y fui volviendo. Quería ver el punto donde empezó todo. Algunos metros antes de entrar me vi a mi mismo saliendo. Al otro, al mismo, a mi, iniciando otra caminata. Quizá buscando darme alcance Comprendí, claro, que ya nunca volvería. Que los ciclos se habían dinamitado o se hacían, inevitablemente, infinitos, inalcanzables.

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