domingo, julio 15, 2012

El mago

 El primer día le vimos nada más llegar a la playa.  A primera hora, esos días, en la playa no había casi nadie. La niña y yo llegábamos casi los primeros a esa extensión de arena que a esa hora parecía pertenecernos o no tener límites. Dejábamos las toallas y los cubos y las palas al azar, me dejaba llevar por los pasos torpes, imprecisos y cómicos de la niña sobre la arena, me quedaba detrás como ese vigilante silencioso en el que te conviertes cuando te haces padre. La veía levantar los píes y lanzarlos deliciosamente para terminar tropezándose  y caer de lleno en la arena cada ocho o nueve zancadas y volver a levantarse, sin épica, sin queja, sin negatividad; como si los tropiezos en la arena los asumiera como una parte más del caminar, de su inexperto andar. Aquel primer día coloqué las toallas y la cubrí de crema protectora, ella cogió los cubos y lanzó las palas en busca de algo, un tesoro o algo más valioso: la invisibilidad de las cosas, que sólo se ve con menos de tres años. Yo animaba su incomprensible juego de palas y cubos y movimientos. De vez en cuando ella se ponía en píe, corría hacia la orilla, mojaba sus píes y volvía a su indescifrable misión en la arena. El tipo se acercó sin más. Creo recordar que ni saludó. Miró a la niña y le dijo: "Soy el mago". La niña le miró sin atención, todo su mundo se concentraba en eso invisible que enterraba y desenterraba de entre la arena. El hombre se quitó un sombrero de paja, que le cubría la cabeza del Sol, y sacó un conejo. Reconozco que la sorpresa, la verdadera sorpresa y el autentico efecto de incomprensión, sucedió en mi y no tanto en la niña, que se quedó mirando al conejo correr playa adelante y perderse como se pierden los desesperados ante una última y agónica oportunidad de escapar del encierro o del horror: el conejo jamás volvió. Miré al hombre y con cierta emoción contenida le dije: "muy bueno". El hombre me miro y me dijo, tratandome como si yo fuera tan niño, tan minúsculo como mi hija: "digamos que el mérito no es mío, sino del conejo. Fue el quien decidió aparecer" se giró y en toda la mañana no le volvimos a ver. Juro que a ratos miraba a los lados esperando ver aparecer al conejo que había corrido sin mesura. Todos aquellos dias la niña y yo repetimos horarios y rutinas. Bajábamos pronto y jugábamos con arenas, cubos y palas, a veces hacíamos simulacros de piscinas cerca de la orilla, castillos que no prosperaban o dejaba que la niña intentara enterrarme en la arena. El mago aparecía cada mañana en horario impreciso, pero siempre cuando aún no habían bajado los grandes grupos de bañistas. Nunca saludaba o creo recordar que nunca saludaba. Se acercaba a la niña y hacía alguna filigrana con su sombrero, o se sacaba artilugios de la manga de la camisa. Nunca, ninguno de los trucos, dejó de sorprenderme. En algún momento, víctima de un extraño orgullo, quise desvelar su secreto, encontrar el truco, pero todo sucedía de un modo sorprendente. Creo que fue el quinto o sexto día, cuando se acercó como cada mañana y le preguntó a la niña si tenía sed, la niña contestó despistada, casi desganada que sí. El hombre giró la cabeza hacia la orilla y vimos venir en una de las olas una botella plástica de coca cola, la niña se puso en píe y corrió a recogerla. Desde la orilla miró al hombre y le dijo:"Gracias, Señor Mago". Quise negarle a la niña la botella. No me parecíá sana o fiable, una botella que venía del mar y que el mago había aprovechado para usar como truco. Me puse en píe y según me acercaba a ella me convencí y preferí asumir el riesgo de que bebiera esa botella imprecisa a quitarle el efecto de ilusión. El mago, antes de irse me dijo: "Es de fiar el refresco. Recién lo compré" y se fue. De la sensación de misterio y simpatía fui pasando a la sospecha y al recelo. A partir de ese momento su aparición me producía algo parecido a la irritación, sin embargo, una parte juguetona e infantil de mi, esperaba con cierto entusiasmo el nuevo truco. El penúltimo día de vacaciones volvió, repitiendo sus gestos, su no saludo. Miró a la niña y le dijo: "ya se acaban las vacaciones, ¿verdad?" La niña contestó que al día siguiente nos iríamos. Me despertó cierta ansiedad, un temor inexplicable. Tanto enigma y ese conocimiento de nuestra fecha de finalización de las vacaciones me angustiaron y me pusieron en guardia. No dije nada, pero mi gesto dejaba ver que su presencia cada vez me resultaba menos agradable. El hombre miró a la niña y dijo: "mírame ir por la playa, ya nos veremos en otros lados" y se puso andar. La playa a esa hora aún estaba poco concurrida. La niña y yo le vimos irse alejando. A unos cincuenta metros de nosotros, sin transición, desapareció. Miré a la niña, volví a mirar. Miré a los lados. Aún hoy no logro explicarme como lo hizo. Iba caminando y de repente su silueta desapareció, sin más, como si hubiera sido sustituido por el vacío, por la brisa marina. La niña, sin necesitar explicaciones, aceptó la desaparición sin más. Yo me puse en píe, caminé en aquella dirección, volví a donde la niña: había desaparecido, sin más. Miré a la niña que jugaba con arenas, con palas. Miré el mar, miré el horizonte, miré las nubes, las pocas nubes dispersas, vi pasar un avión. A lo lejos, en la línea brumosa, vi un barco, el perfil de las montañas por el oeste, tracé una línea en la arena, vi señoras caminar por la orilla de la playa: jamás entendí.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Así es la magia.

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