miércoles, julio 18, 2012

La maqueta del universo

 La carretera es rectilínea. Avanza entre arena. Arena y asfalto, arena y asfalto; y si quedan dudas: arena y asfalto. Hay un momento que el tiempo se bifurca o se desacompasa o se desinfla. Hay un momento en el que no tienes ni idea cuánto lleva viaje: si medio día, medio año, medio minuto o si sólo, en toda tu vida, has avanzado por ahí: carretera y asfalto. El conductor lo sabe, sabe que, para los que recorren por primera vez esa carretera, hay algo de incomprensible y de abrumador y nos narra algo atroz o increible. Cuenta que los hombres que construyeron esa carretera desaparecieron en el desierto y que durante meses o años la carretera se quedó detenida, en seco, en un punto preciso del desierto, que hubo quien trató de buscar a los desaparecidos y que se barajaron hipótesis de todo tipo: enterrados bajo la arena, perdidos, secuestrados por guerrilleros de los pueblos que se negaban a ser accesibles desde la capital por esa carretera inhumana e que incluso hay quien hablaba de secuestros extraterrestres, una hipótesis que nuestro conductor consideraba infantil e idiota, porque nuestro conductor que si creía en vida extraterrestre, consideraba carente de interés a diecinueve o veinte obreros de carreteras, sudorosos y, seguro, mal olientes. El conductor también desvela otras hipotésis más irreales: que los obreros se hubieran convertido en arena por una leyenda negra que circulaba por las poblaciones más recónditas del desierto que decía que todo aquello que pretendiera transformar el desierto sería transformado en arena. En esa hipótesis el conductor tiene un discurso incendiario en el que dice que, de ser cierta esa teoría, la leyenda tendría un componente terriblemente injusto hacia la clase obrera, puesto que quien ambicionaba modificar los desiertos no eran aquellos pobres hombres mal pagados o quizá esclavizados, sino los dirigentes terribles y oscuros de la capital y que debían ser aquellos hombres quienes tendrían que haber sido convertidos en arena. El discurso es largo y duro, con lo cual concluyo que el conductor cree firmemente en que esta es la hipótesis verdadera. Luego calla, todo queda sumido en ese viento golpeando el coche, un viento distinto a todos los vientos, porque el viento del desierto no pasa, gira. El viento del desierto no avanza, golpea y te pega y te persigue: es un batallón alucinado e invisible, que defiende el vacío o ese principio del vacío. La maqueta del universo en la tierra. Creo que la historia de los obreros de la carretera no concluye, no nos cuenta el conductor quienes siguieron construyendo, años después, la carretera despiadada, no supimos que decisiones se tomaron o como se retomo la labor. Queda inconclusa la historia. Horas después, viendo el Sol caer, pienso en la historia de nuevo y me parece, que pasadas las horas, cobra un tinte irreal, como si no me hubiera sido contada, sino que en alguna cabezada en mitad del viaje lo hubiera soñado. Dudo y estoy a punto de sacar el tema, pero cuando me doi cuenta se ha hecho de noche y se instala en el interior del coche una sensación de fragilidad y silencio. Como si ese coche triste estuviera avanzando hacia un punto incomprensible o como si definitivamente nos hubieramos perdido, pero no perdido en el trayecto o en nuestro viaje o perdidos con respecto a un punto, sino perdidos del todo, sin tiempo, ajenos ya a las horas y a los hombres y a los ciclos y a las líneas. Perdidos de nosotros mismos y de cualquier reflejo de vida. Pienso que aquella noche sería infinita, inamovible y definitiva, hasta que unos tipos alzan sus manos frente a nosotros, iluminados, de sopetón, por las luces frontales de nuestro coche. El conductor frena en seco, creo que el eco de la frenada está cayendo horas, reverberando indefinidamente en aquel espacio abierto. El conductor me mira y con una serenidad desorbitada, mientras aquellos tipos en mitad de la carretera se van acercando hasta el coche me dice: "Estamos jodidos".

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