miércoles, junio 13, 2012

Historieta de media tarde

 Recogió a su hijo en el colegio y estuvo caminando con él algo más de media hora. Escuchó con atención la narración de un episodio dramático de cierto personaje con alas que había tenido algunos problemas, esa mañana, en las azoteas cercanas al colegio. Una narración extensa y minuciosa que el hijo hizo sin freno, posiblemente sin comas. El final, un giro inesperado, terminaba con el héroe rescatando a unos muchachos de los peligros de un viejo profesor. Luego le preguntó qué tal iban las clases, los días. El hijo contestó con desgana, la desgana que cualquier niño siente ante las preguntas rutinarias sobre las actividades obligatorias. Se detuvieron en un café, le invitó a un refresco y se quedaron callados. El niño movió con precisión una miniatura de Spiderman por encima de los vasos y el servilletero. A ninguno de los dos les costó imaginar aquellos objetos: servilletero, cenicero, vasos, paquete de tabaco, como rascacielos de una ciudad amenazada por grandes peligros naturales y delictivos.  Bebieron sus refrescos con despiste y salieron. En la calle el calor parecía más suave y una leve brisa hacía agradable el paseo. Le propuso al muchacho visitar una tienda de Comics, el muchacho le miró incredulo, como el que sospecha que está siendo víctima de un fraude. Él le describe con precisión el local: la amplitud del sitio, la variedad de ejemplares, las reliquias escondidas, las posibilidades a la mano de números inaccesibles de sus superhéroes favoritos, los individuos que lo visitan, el halo de club para privilegiados que rodea las estanterías, el otro tipo de historias que también podrán encontrar, historias que describe como difíciles, sólo leídas por unos cuantos expertos. El muchacho imagina el lugar, en algún momento proyecta imágenes de películas sobre su fantasía, bibliotecas mágicas que ya vio en alguna pantalla. Imagina a los individuos dentro, tipos silenciosos que recorren las estanterías con seriedad, buscando algo con el rigor del que busca una vacuna contra una enfermedad mortal de contagio velocísimo. Mira al padre y se deja llevar, con la desconfianza del que recorre el último tramo para la consecución de un deseo. Caminan unas cuantas manzanas, el chico cree que el padre no tiene itinerario o que ese itinerario forma parte de un engaño. El padre gira en una esquina para avanzar y girar en la siguiente. Todas esas calles del centro de la ciudad al chico le parecen parte de una viñeta. En realidad desde ese momento todo sucede en viñetas, en trazos. En algún momento toman un autobús. El autobús va atestado de gente y hace calor dentro. El padre, de vez en cuando, le dirige una mirada amable. Se bajan, aún caminan unas cuantas calles más. Ven un letrero rojo que anuncia comics. El chico entonces empieza a creer que el lugar existe y que realmente caminan hacia el. Entran. El aire acondicionado está fuerte y la piel siente esa forma invisible de hielo. EN el interior hay mucho silencio. Algunos tipos de barba ojean con atención libros, títulos. El padre le alcanza algunos ejemplares antiguos de superhéroes pasados de moda. En algún momento el muchacho junta seis o siete títulos en sus manos, el padre sigue buscando joyas, la permanente sensación de fascinación en el muchacho es adictiva en él. Rebusca en su memoria historias que marcaron su preadolescencia, también nuevas obras de prestigio, autores underground con historias frenéticas. Le va pasando ejemplares. Uno tras otro. En algún momento gira y no encuentra al muchacho. Sonríe ante la idea de que se haya lanzado a su propia búsqueda, pero cuando recorre toda la tienda no hay ni rastro. hace una segunda inspección, pensando en la posibilidad de que las estanterias hayan tapado el paso de uno con el otro. Nada. Le pregunta al dependiente que está metido en la lectura de algo erótico, dibujos de mujeres excesivas con curvas de tinta. Se asoma a la puerta. Mira a los dos lados de la acera. No le ve. En ese momento no sabe si correr: lanzarse a izquierda o derecha; o esperar, pero esperar, en ese momento, le parece poco resolutivo. Se lanza a correr. Cuando lleva cinco, seis, quizá siete pasos duda de si esa es realmente la dirección acertada. Se frena en seco, mira hacia atrás, como pensando que igual la otra dirección sería más acertada. Suspira. La ciudad, entonces, sin transición, se convierte en un gigantísimo laberinto, un laberinto terrible, lleno de trampas, trampas perversas, ideadas su némesis. Entonces corre. Corre desaforado, eléctrico. Gira en esquinas sin razón. Simplemente confía en el azar o que las decisiones de ese itinerario no ideado, sea condescendiente y le devuelva a su hijo. Corre, corre como si quedaran diez segundos para la implosión del universo. Ve parejas pasear despreocupadas, tipos apurados, madres empujando el cochecito de sus bebes, niños que confunde durante décimas de segundo con su hijo. Suda. Se desabrocha los botones de arriba de la camisa. Sinte un dolor insoportable en la sien. La tensión es tal que la piel de las manos le tira, como si la piel estuviera a punto de romperse. Sigue corriendo. Sigue sudando. Gotas que caen. Decide quitarse la camisa, debajo, y eso no lo recordaba, lleva una camiseta. En el medio hay un logo con su nombre. Se quita los zapatos, en vez de calcetines, asoman unas mayas, los siguientes pasos son tan rápidos que ya casi no roza las aceras. Sigue veloz. Más veloz que nunca. El suelo, lentamente, queda abajo. Lanza el pantalón, ya todo su cuerpo va cubierto de una maya uniforme de color llamativo. Sobrevuela los primeros edificios, lanza las manos adelante para dirigir con precisión su primer vuelo. Abajo la ciudad es una encrucijada de calles, avenidas. Los peatones se convierten en simpáticas miniaturas. Observa la ciudad a doscientos cincuenta metros de altura. Observa con detalle las calles, la estación de tren, las plazas. Allí, junto a las vías por donde salen los trenes hacia las afueras, distingue la figura de su hijo corriendo en paralelo a las vías. Desciende veloz, colocando las piernas hacia abajo para descender con velocidad pero sin perder dirección. Se queda persiguiéndole algunos metros sin ser visto, el hijo jamás levantaría la cabeza hacia el cielo pensando en encontrar a su padre sobrevolando la ciudad. Descubre que el chico corre desaforado con todos los ejemplares de la tienda en las manos. Entonces desciende esos últimos metros y se ubica a su lado, le coge con potencia por la cintura y se lanza hacia arriba con él. El niño, en conmoción, le mira fascinado. El vuelo es silencioso, el niño a ratos mira la ciudad, a ratos mira el rostro de su padre. Al final le confiesa:

.- Es increíble, pero creo que tendremos que buscar otro logo para tu uniforme, se parece demasiado al logo de tu empresa.

.- Es que es la camiseta del equipo de futbol del trabajo.

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