viernes, junio 11, 2010

Malibú azul claro

Yo tenía entonces un Malibú azul claro. Solía conducir muchas horas y el Malibú es un carro que hace las cosas sencillas en las longitudes exageradas. A mi me parece que las máquinas ya no son tan fieles como antes. Yo estuve años con mi Malibú y ningún problema, ahora ninguno te dura lo que duraban. El Malibú recorrió el país varias veces. Ha cambiado la relación con el automóvil. Uno se ataba a la máquina de otra forma. Era parte de ti. Yo fui taxista de largas distancias y fui comercial de una empresa de productos ferreteros. Iba, venía. No había concepto de viaje con el Malibú, sino que el Malibú y yo habitábamos en modo prolongado. El país era una cama, una habitación, un pasillo longitudinal, una cuerda que une puntos. Dormía aquí y al día siguiente hacía seiscientos, setecientos kilómetros y dormía en otro lugar. Cuando se vive así uno ve el país desde otra perspectiva, también comprende las distancias, las ciudades, incluso la forma de las carreteras. Hay veces que te parece ver sentido en los cambios de rasante, en el giro inapreciable del asfalto. Las líneas discontinuas se vuelven un lenguaje, otra forma de conversación. Así era y era siempre con el Malibú. Uno se monta, arranca y va como flotando. El malibú no avanza, levita, huele a leyenda. Cómodo el volante, amplio sus asientos. Es robusto pero avanza como si nada. El Malibú tiene algo de barco y vuelve el asfalto océano. Si, fui taxista de larga distancia, montaba a alguien aquí y lo llevaba hasta la frontera: ochocientos kilómetros sin parar. Apenas hablaba, me gustaba callar y dejar al cliente a sus anchas atrás. Disfrutar del paisaje. Ese paisaje variable: los rasgos, virtudes y defectos de un país amplio y complejo. Y le prefiguraba una vida a aquel personaje que deambulaba extraño por el asiento de atrás: Hombres taciturnos, mujeres serias. Una vez llevé a un tipo de unos cuarenta y cinco años. Barba poco espesa, pelo desordenado, traje elegante y fino, una maleta negra. Se sentó pegado a la ventanilla de la derecha, justo detrás del asiento de copiloto. No movió la vista del paisaje, la maleta en las piernas. A mitad de camino me pidió parar. Frenamos en medio de la planicie, a esa hora cálida que se esconde el sol. Me detuve en el arcén. Por esa carretera hay poco tráfico, no obstante me siguió pareciendo peligroso detenerse ahí, en medio de la nada, pero obedecí, al cliente hay que tratarlo bien. El tipo bajo y caminó por la inemnsa planicie hasta un árbol lejano. Yo le miré todo el camino, avanzaba sin prisas mientras el sol se iba ocultando y haciendo el instante, si cabe, más incomprensible aún. Junto al árbol lejano, a unos quinientos o seiscientos metros le vi moverse sin entender muy bien que hacía, estuvo unos minuto, seguía oscureciendo, hay un momento en el atardecer que luz va bajando cada vez más rápido. Volvió minutos después sin la maleta. Me dijo que siguiéramos. Arranqué el malibú y ya en la oscuridad hicimos el resto del camino. Al llegar a la ciudad de destino, me pidió que le dejara en las afueras. Frené en el malibú, abajo, desde la curva donde nos frenamos se veían las luces de la ciudad amontonadas como una galaxía lejana, la montaña gobernándolo todo. Me pagó el doble de lo acordado. Me bajé para despedirme, me gustaba dar la mano a los clientes. Chocamos la mano y con seriedad me dijo: "no le diga a nadie que llevó al jodido demonio", se giró y se fue andando. Me quedé diez minutos quieto, mirando la ciudad y luego mirando el malibú. Evidentemente yo no creía que aquel tipo era el demonio, satán, lucifer, el mal en si mismo, pero arranque el Malibú y contrario a lo que hacía siempre, deshice el camino, conduje enfurecido, obsesivo, a una velocidad muy imprudente y llegué horas después al punto donde nos habíamos frenado. Era de noche. Dirigí las luces del malibú hacia el árbol en medio de la planicie. Caminé iluminado por las luces de mi fiel compañero. Llegué hasta el árbol. Busqué como buenamente pude la maleta. Lo vi colgando de una rama. La cogí, la abrí. Llegó el amanecer. Guardé la maleta atrás, me detuve en la primera población, vendí a buen precio el malibú. Guardé el dinero y me subí a un autobús. Sentí dolor, por supuesto que sentí dolor de separarme de aquella manera del Malibú, pero era la única manera de acabar con aquello.

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