miércoles, junio 09, 2010

Cuando acaba la jornada laboral

Cerraba mi puesto a las 22:15. Me despedía de los del turno de noche y salía a la calle. Era difícil volver desde allí. La nave estaba en medio de una calle poco transitada, así que tocaba atravesar todo el polígono andando y llegar a la estación. El camino era espeso, las avenidas del polígono tenían mala luz y poca acera y generalmente uno caminaba pisando el más profundo vacío. Mientras andaba solía pensar en la cena o en algún compañero o alguna llamada realizada durante la jornada. Eran tantas voces al cabo del día que dejas de pensar que hay vidas al otro lado del que te contesta. Terminabas por ver esas voces como formas sonoras de los dueños de la empresa, cada llamada parecía la llamada trampa, ese número de teléfono que se cuela en la lista infinita y que no es más que el teléfono de uno de los auditores, que te contestaba como uno más para ver tu capacidad de oferta, para estudiar tu discurso. Treinta llamadas a la hora, quince habían colgado, cinco habían aguantado la presentación de la oferta y cortaban argumentando ningún interés, cinco escuchaban sin atención, con temor a cortar; tres escuchaban todo pero al final se escapaban del contrato y dos solían caer. Yo era bueno, de los mejores, no obstante vivía marcado por la llamada al auditor. El auditor se presentaba como el modelo que escucha toda la oferta pero al final se escapa. Cada vez que marcaba, cada vez que aparecía una voz contestando desde cualquier punto del país, imaginaba al auditor, libreta en mano, anotando mis virtudes y mis errores. Pero al final, siempre llegaban las 22:15 y todo pasaba a otra forma de vida. Caminaba paciente por el polígono, avanzando hasta la estación. Solía hacer frío y calculaba la posibilidad de comprar un coche y la cuenta jamás salía, pero me entretenía sumando mientras las naves del polígono se quedaban a los lados, vacías, silenciosas, iluminadas absurdamente para nadie, con esos focos potentes que remarcaban la zona de acceso de transporte y donde intuía a un vigilante nocturno agazapado, protegiéndose del frío y pensando en el vacío, porque en eso piensan los vigilantes de las naves, en el vacío y en el absurdo, gobernando la nada desde esa caseta estrecha que protege del vacío y de algo que no existe. Algunas veces veía una silueta al otro lado del cristal de esas casetas imaginaba al vigilante observando mi paso de un lado al otro de la calle, avanzando por ese universo desangelado, contando mis zancadas, calculando que yo no fuera su auditor o el tipo que va a medir su capacidad laboral, a veces pensaba que quizá aquella tarde había llamado a esa silueta en la caseta ofreciéndole la nueva oferta con 20 llamadas gratis y un teléfono de regalo de última generación si se cambiaba a nuestra empresa, quizá yo había sospechado que esa voz de la silueta que ahora me observa había sido la voz del auditor y sin embargo era la voz de ese que me miraba pasar polígono adelante. Otras veces, en otras naves, ladraba un perro, un perro bestial, gigante, salvaje. Según avanzaba sentía un golpe en la sien, imaginando mal cerrado el portón de la nave y la posibilidad de esa bestia saliendo de ahí, ladrando delante de mi, en medio de ese vacío. Lo imaginaba con tanto temor que el temor convertía la imagen en algo casi sólido, casi emergente. Caminaba sintiendo el temor en la sien, que era un lugar donde jamás sentía el temor salvo cuando escuchaba ladrar a aquel perro. AL final se diluían sus ladridos como se iba diluyendo el polígono y su vacío violento. Entonces a lo lejos se empezaba a ver las luces lejanas de la estación y miraba pendiente de no ver pasar mi tren, de no verle llegar, detenerse y salir adelante sin mi, a veces aceleraba más mis pasos para no sufrir los efectos de esa imagen de la impotencia, el tren saliendo poco antes de que yo llegara. Algunas veces incluso corría, corría en ese tramo que ya no había polígono ni nada, sino un trozo de carretera sin iluminación, la transición del vacío a la soledad de la estación y corría y no pensaba más que en atletas legendarios: en Sebastian Coe, en Steve Ovett, en Said Aouita e imaginaba que mi carrera era la final del 1500 de la olimpiada del año 2346 y que yo era el último corredor luchando contra ese rival terrible que era el tren. Corría y creía escuchar siempre el tren llegando, pero no era así, siempre llegaba a tiempo, al final siempre me daba tiempo. Alguna vez en la estación vacía, antes de picar mi billete en la maquina imaginaba que aquello era la meta y ya llegaba hasta el andén victorioso, con la sensación de haber logrado terminar otra jornada y durante el trayecto a casa era relativamente feliz.

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